Hoy quiero retomar por aquí uno de mis temas favoritos, pese a que lo tengo algo abandonado: el de la literatura de ciencia ficción. Y para ello, nada mejor que hacerlo hablando de un clásico con mayúsculas escrito por una autora que me apasiona, El Nombre del Mundo es Bosque (The Word for World is Forest) de Úrsula K. Le Guin. Un libro increíble y también muy necesario hoy en día, y que, como suele hacer la mejor ciencia ficción, pone el dedo en la llaga en aspectos de nuestra sociedad que, por desgracia, en este caso concreto, no han cambiado demasiado en el medio siglo que ha transcurrido desde su publicación. Así que vamos a viajar unos cuantos años luz a un mundo distante, demasiado familiar, para redescubrir una vez más por qué Le Guin sigue siendo una de las autoras más grandes.
En el mundo de Athshe, rebautizado Nueva Tahití por los colonos terrestres que se han instalado allí, sus pacíficos habitantes sufren la coexistencia forzada con esos visitantes de más allá de las estrellas, lejanamente emparentados con su propia especie. Los bosques de ese lejano mundo están siendo arrasados porque en la Tierra, con sus recursos naturales completamente esquilmados, la madera se ha convertido en un bien de lujo, preciadísimo. Un saqueo en el que sus habitantes, convertidos en mano de obra esclava y tratados como poco más que animales domésticos, son obligados a colaborar. Hasta que un día algo estalla dentro de ese pueblo: un ansia de recuperar lo que es suyo, de tomar por la fuerza esa libertad que les han arrebatado, aunque en el proceso pierdan una parte importantísima de su identidad…
El Nombre del Mundo es Bosque nació en 1972 como un relato para la antología “Again, Dangerous Visions”, que coordinó Harlan Ellison, y que cuatro años más tarde se publicó como novela corta independiente. Y pese a su brevedad, poco más de ciento cincuenta páginas, se trata de una novela tan corta como intensa, muy dura y, sobre todo, tristemente relevante incluso hoy en día, más de medio siglo después de ser escrita. Porque en esta historia, que nació tanto de la fascinación que Le Guin sintió toda su vida por la antropología (la profesión de su padre) como por su horror por la Guerra de Vietnam, Le Guin volcó toda su rabia e indignación hacia unas formas de concebir el mundo que, por desgracia, siguen estando de lo más vigentes.
A través de la alternancia entre los puntos de vista de tres personajes —un capitán terrestre al mando de los leñadores que están saqueando los bosques, un nativo de ese mundo que lo ha perdido todo por culpa de esos invasores, y un antropólogo de la flota terrestre que trata en vano de convencer a su gente de que lo que hacen no es correcto—, Le Guin nos muestra todos los puntos de vista de este conflicto. Pero eso no significa que ella pretendiese ofrecer a su público una visión neutral de todo esto, que quisiese mantenerse al margen y dejar que cada cual sacase sus conclusiones. Le Guin se posiciona claramente a favor de la única postura que cualquiera con un mínimo de humanidad adoptaría también: que oprimir y robar a un pueblo, amparándose en la excusa de que son inferiores o en la simple superioridad, es un crimen abominable.
Durante toda la historia nos encontramos con multitud de momentos que hacen hervir la sangre, especialmente en la forma en la que muchos de estos colonos hablan de ese mundo que han invadido y de sus habitantes. Estos, pese a ser parientes lejanos de los terrestres (como los habitantes de todos los mundos que aparecen en las novelas del Ciclo Hainish), son físicamente bastante diferentes: apenas miden un metro y sus cuerpos están cubiertos de pies a cabeza por un pelaje verde, lo que, sumado a que ni poseen ni necesitan tecnología y viven una existencia pacífica en comunión con la naturaleza, les basta a los colonos como excusa para considerarles, y tratarles, como a animales. Algo que contrasta con la actitud de los athshianos, que sí les consideran tan “humanos” como ellos mismos, pese al trato que reciben de estos.
Y es que vemos cómo estos mal llamados colonos, simples invasores, no solo están saqueando sus bosques. Algunas de sus ciudades (cabañas en el bosque, pero ciudades al fin y al cabo) han sido arrasadas para dejar sitio para los campamentos; la fauna de ese mundo amenaza con extinguirse por culpa de la caza indiscriminada que los terrestres practican como diversión. Y los propios athshianos son explotados de las formas más ignominiosas, condenados los hombres a trabajos forzados y las mujeres como criadas y esclavas sexuales. Una actitud de brutal dominación que alcanza su punto más despiadado en ese momento en el que uno de los protagonistas, el capitán terrestre, se indigna ante lo que para él es una absoluta injusticia, que los athshianos se rebelen contra sus invasores y luchen por lo que es suyo, como si los terrestres poseyeran algún tipo de derecho divino para tomar lo que les plazca (de que me sonara eso).
No cabe la más mínima duda de que Úrsula K. Le Guin no quiso cortarse un pelo a la hora de dejar más que claro su desgarrador alegato anticolonial y antibelicista. Uno que, aunque en su día nació como respuesta a la actitud imperialista de su pais en la Guerra de Vietnam (y en tantas otras ocasiones a lo largo de su historia), hoy en día podría estar hablando perfectamente de la invasión de Palestina, la de Ucrania, o de cualquier otra de las muchas injusticias que se siguen cometiendo en el mundo día tras día. Y como sucede en el mundo real, este libro también nos muestra que no todos los terrestres son iguales: que entre ellos hay gente decente que quiere poner freno a las atrocidades cometidas por su propio pueblo, pero también cómo en el mundo real esas voces son ignoradas y silenciadas.
Pero tampoco podemos dejar de lado el no menos potente mensaje ecologista del libro. Aquí nos encontramos con un pueblo que vive en una perfecta simbiosis con su hogar en los inmensos bosques que cubren el mundo, que no abusan de sus recursos ni toman más de lo que necesitan. Algo que simboliza el propio nombre del libro, ya que el nombre de ese mundo, Athshe, en la lengua de sus habitantes significa literalmente Bosque. Una actitud que no podría estar más alejada de los habitantes de esa Tierra futura de la que apenas nos da unas pinceladas, pero que pintan un panorama desolador: un mundo sin apenas árboles o animales, con sus recursos naturales prácticamente consumidos en su totalidad y con los terrestres “obligados” a extenderse por las estrellas para encontrar nuevos mundos que explotar.
Y aunque años más tarde la propia Le Guin se arrepintió un tanto del tono de este libro, llegando a calificarlo como sermón, que el mensaje de esta obra naciese de la más que comprensible ira y frustración que sentía en aquel momento no lo hace menos válido. Si acaso, prueba que Úrsula K. Le Guin, además de ser una escritora increíble con un talento enorme y alguien con el corazón y la conciencia en su sitio, era también muy humana. Por todo ello, hoy en día es tan necesario como entonces la lectura de este libro, que aunque en algunos momentos su lectura resulta muy dolorosa, también es muy necesaria. Y para quienes aún no tengan la suerte de conocer la obra de esta autora, este libro, que se lee en un suspiro pero que se queda con uno durante mucho tiempo, es la forma perfecta de descubrir qué clase de escritora era.