No puedes matar al protagonista porque, por definición, tiene que llegar al último acto. Porque es el centro de la trama, con lo que si no está presente al final de su desarrollo, seguramente no sea el verdadero protagonista y nos han pillado con el pie cambiado. Y es que quieras que no, estamos condicionados a buscar un solo protagonista y hasta correr a identificarnos con el, con lo que a veces estas cosas nos sientan mal; es como si hablamos sobre quién es el verdadero protagonista de Cien Años de Soledad y venga un nota y nos asegure que el protagonista indiscutible es un José Arcadio o un Aureliano en concreto, estaría demostrando que no entiende una mierda de lo que lee y que busca desesperadamente un personaje al que aferrarse porque es incapaz de salirse del modelo básico de personaje principal que actúa como hilo narrativo.
Y es que una de las formas tradicionales de engancharte a la hora de leer algo es darte un personaje al que agarrarte, un protagonista que te fascine ya sea porque te seduzca o te repugne -ojo, lo segundo no funciona con cualquiera- y así es como la mayor parte de las historias para niños y adolescentes tienen como motivo principal el que nos identifiquemos con el protagonista; al estar en una edad de transformación, las historias de protagonistas que empiezan inocentes en el primer acto y maduran en el tercero les vienen estupendamente, desde el Peter Parker que aprende que todo gran poder conlleva gran responsabilidad hasta el Luke Skywalker apolítico que acaba enfrentándose al mismísimo Emperador en el último acto. Pero claro, todo esto es siempre si seguimos el arquetipo de John Campbell, el del viaje del héroe. Porque como decíamos, hay otras opciones…
Como decíamos antes, el caso de Cien Años de Soledad es particular, porque en el fondo el protagonista es un pueblo. Son historias «corales», de distintos protagonistas, en las que lo que nos acaba atando a la historia no es tanto un personaje concreto como un lugar, el odio a un antagonista o una causa concreta. Otro ejemplo dolorosamente reciente es el de una famosa saga de novelas río -no digo cual por no hacer spoilers, aunque a estas alturas…- en la que el autor nos muestra la historia contada desde distintos puntos de vista pero dándole mayor protagonismo a uno de ellos y planteando a los demás personajes de una forma más ilustrativa, para acabar subvirtiendo nuestras expectativas al matar al «protagonista» en el último capítulo. Para la siguiente novela, por supuesto, el conflicto solo va a más porque los lectores están sedientos de venganza, y así se pasan enganchados las siguientes novelas porque no ven la hora de acabar con los asesinos de su protagonista, con lo que la historia puede evolucionar y dar vueltas hasta que la muerte de ese personaje acaba siendo una anécdota en un mar de otras historias. Pero claro, sin esa muerte inicial, probablemente no se nos habría atrapado de igual forma y no habríamos aguantado leyendo tanto tiempo…
Porque el objetivo de un escritor, sobre todo en el caso del cine, es el de encerrar al lector, no dejar que mire el móvil, se vaya al baño o lo que sea. La mejor forma de ver una película es verla entera desde el principio hasta el final, porque eso permite a sus autores el controlar las emociones del público, darle el tiempo suficiente para reflexionar o no dárselo para colarle auténticas mamarrachadas sin que se de cuenta. Por eso se recurre a lo que algunos llamarían «trucos baratos» como seducirnos con personajes atractivos -tanto en personalidad como a nivel sexual- o provocarnos reacciones primarias como matar a alguien cercano al protagonista para que nos duela y justifiquemos así el segundo y el tercer acto. O también, también, podemos matar al protagonista en el primer acto.
En una secuela, si necesitas cambiar de protagonista porque los actores están mayores o porque sabes que si le das más de lo mismo el espectador se va a acabar por aburrir, está el recurso de matar al protagonista de las anteriores, y que el vengarlos sea el centro de la acción porque al final es «nuestra» venganza. Hemos venido a The Last Jedi porque en la película anterior han matado a Han Solo, queremos venganza, puto Kylo Ren. Y entonces no solo no matan a Kylo Ren, si no que encima también matan a Luke al final de la película, y aun así tu vas a ver Rise of Skywalker y… Kylo Ren se redime, y hasta le da un pico a la protagonista. Joder, eso sí que es -y siento usar esta palabra, porque algunos están abusando de ella hasta convertirla en algo «sucio»- subvertir las expectativas del público, ¿no? Quiero decir, eso solo sería más loco si en The Last Jedi hubiera sido un videojuego en el que nos hubieran puesto en la piel de Kylo (hehe) y nos hubieran hecho matar a Rey, a Luke y a Leia. Sería novedoso, sería distinto y tonalmente discordante con todas las películas anteriores pero, por la reacción de gran parte del público, me da la impresión de que iban a estar enfadados de igual manera.
Y es que en esto del cine eso de cambiarte el protagonista de una película para otra no funciona tan bien como podría hacerlo en una novela. Después de todo, en una novela tienes tiempo de sobra para explicarte las motivaciones del nuevo protagonista y hacer que le cojas cariño, pero en un cómic o en un videojuego… Argh. En estos dos últimos medios hay dos casos muy claros, el de Kyle Rayner y el de Raiden, de Metal Gear Solid. El primero no es odioso por el personaje en sí -que lo es- si no porque todo su planteamiento se basa en que el protagonista original se ha convertido en un supervillano despreciable y en que al pobre Kyle le han descuartizado a la novia y se la han metido en la nevera. En el caso del segundo, directamente el autor decidió sacar al protagonista de la serie exclusivamente en el prólogo del juego y, sin decirnos nada más, hacer que todo el resto del juego controláramos otro personaje a pesar de que en todo el material promocional ni en la portada del juego había una sola referencia al dichoso Raiden, en una especie de juego metarreferencial sobre el flujo de información y la publicidad. Naturalmente, el público se pilló un cabreo tremendo y acabó mandando a ambos a hacer puñetas.
Y es que con lo de sorprender al espectador hemos llegado a tal punto que en las clases de guión se le pide a los estudiantes que creen historias con giro en el tercer acto. Y se les pide como algo normal, como algo casi indispensable; tienes un planteamiento, un nudo y un desenlace en el que se descubre que te han mentido en el primer acto y en realidad tu padre es tu madre y tu madre es tu abuela. Pues estupendo, pues me has dejado reloco, pero ya han pasado más de veinte años desde que el Sexto Sentido lo pusiera de moda y hasta Shyamalan acabó arrepintiéndose de ponerlo de moda, porque ya pasaron a exigirle el girito en todas sus películas y a ponerlo a caer de un burro si no lo incluía. Lo que es peor, el giro del tercer acto puede salirte contraproducente y ser tan loco que rompa la coherencia del relato hasta el punto de que la audiencia te mande al cuerno; no puedes jugar a vender «realismo» en una historia y en el último acto solucionar todas las tramas diciendo que todo fue por la voluntad de Dios y que todos los personajes que actuaban de formas extrañas en realidad eran ángeles.
El problema, y al final es lo que realmente me ha motivado a la hora de escribir este post, es que el todo o nada que suponen estos giros argumentales ha empezado a exigirse, a darse por sentado, y hay espectadores que se enfadan si no se lo dan y critican la trama por ser «previsible». Y se quedan tan anchos, pero en realidad lo que están pidiendo no es un simple giro, están pidiendo que les cuenten una historia distinta, algo «nuevo» pero a la vez siguen demandando la misma estructura de siempre. Para entendernos, buscan volver a ver la misma película pero con otro final distinto que no se esperen.
Y eso por no hablar de otra corriente de pensamiento que cree -no sin cierta razón- que el modelo tradicional de ir in crescendo hasta un clímax en el último acto está sobadísimo, y que hay que hacer historias con varios clímax a lo largo de la misma. Repito, como crítica me parece legítima, pero entiendo perfectamente a cualquier escritor que ante semejante percal diga «un cuerno, pongo toda la carne en el asador en el último acto y punto». Porque si pones tres o cuatro escenas climáticas al mismo nivel a lo largo de la película, la primera devalua a la segunda y las dos primeras a la tercera, porque vas a esperar más. Y al final, quieras que no, necesitas noquear al espectador cuando salga del cine para que salga contento, aunque una semana después empiece a darse cuenta de que la película era horrenda. Y por supuesto, luego tenemos el efecto Abierto hasta el Amanecer…
Abierto hasta el Amanecer, para el que no la haya visto, es una película de Robert Rodríguez y Quentin Tarantino escrita en un momento en el que los dos directores/escritores eran conocidos por realizar películas ultraviolentas sobre criminales, desperados y ladrones de bancos. Eran historias de gente pegándose tiros con la pistola torcida que tuvieron gran éxito, y pusieron de moda a los atracadores con corbata. Y claro, cuando el personal vio Abierto hasta el Amanecer, se encontró la historia de dos hermanos criminales que secuestraban a una familia para escapar a México, con lo que a priori todos iban y esperaban ese tipo de película… Hasta que al mitad de la cinta empiezan a aparecer vampiros por todas partes y la película cambia de género por completo. El giro no funcionó por completo, para los fans del fantástico fue un giro agradable, para los que solo querían otra historia de mafiosos fue la mar de desagradable y pusieron la película a caer de un burro. Todo por el girito.
En resumen: sí, existen otras formas de contar historias, pero estamos tan acostumbrados a un modelo concreto que rechazamos los demás. Llámalo constructo cultural o que el viaje del héroe de Campbell sintetiza de forma perfecta cómo hacer historias estupendas, pero a la hora de la verdad queremos nuestro clímax al final de la película, queremos que antes de ese clímax haya algo que nos sorprenda y queremos un protagonista con el que identificarnos y aprender. Y precisamente por eso el cómic de superhéroes es el futuro del cine. Pero de eso ya hablaremos otro día.