En 1991, Marvel estaba en manos de Ron Perelman, un hombre que no sabía nada de cómics. Perelman, que era conocido por ser uno de los jefazos de la Revlon, nunca supo que hacer con Marvel, y tenía una vaga idea de hacer de ella una nueva Disney. Pero cuando vió el informe de ventas de 1990, para Perelman y sus ejecutivos quedó una cosa bien clara: Si el año anterior había sido bueno, el siguiente tenía que ser mejor.
A Bob Harras la idea le aterraba. El pánico a fracasar en un trabajo que le venía grande podía haberle forzado a hacer el mobbing más miserable a Louise Simonson, obligándola a cambiar guiones a última hora, suprimiendo diálogos enteros en la versión final o ignorando los errores de novato que cometía Rob Liefeld número tras número de New Mutants. Podía estar diciéndole lo que tenía que escribir en su propia serie a Chris Claremont -¡Chris Claremont, el escritor que había llevado X-Men desde la cancelación a ser el mayor éxito del mercado!-, pero lo que no podía hacer era sacar un nuevo título de X-Men. Eso era imposible, no tenía a dos Jim Lee y eso provocaría que una serie fuera la hermana pobre de la otra, dividiendo a los lectores y matando a la gallina de los huevos de oro. Harras se resignó y puso a Lee al frente de la nueva serie, dejando a Whilce Portaccio, el compañero de estudio de Lee, como dibujante de Uncanny X-Men. Tanto ésta como la nueva X-men estarían supuestamente escritas por Claremont, pero en realidad el argumento de ambas series estaría escrito por Portaccio, Lee y Harras, que consideraban que Claremont había perdido el norte pero que, misteriosamente, aún era el único tipo que sabía escribir a un Lobezno o a una Tormenta que sonaran como ellos mismos. Y entonces, cuando iba a salir la nueva colección y con sólo tres números escritos de la nueva serie, ocurrió algo. Chris Claremont se había hartado de meter personajes idiotas con calzador, de no poder contar historias de más de tres números y de aguantar las mamarrachadas de unos y otros. Tras más de dos décadas trabajando para la editorial, Chris Claremont sabía que no obtendría ni un solo detalle de Marvel, que saldría por la puerta de atrás y que la única forma de llevarse una buena indemnización por «despido» era hacer los tres primeros números de la nueva X-Men, cobrar los royalties y mandarlos al cuerno.
Para Bob el que Claremont dejara X-Men no era problema, porque lo que vendía de verdad eran los dibujantes. El guionista lo que hacía al fín y al cabo era escribir lo que le decía el editor (y los dibujantes), igual que treinta años antes habían hecho tantos y tantos guionistas de DC a las órdenes de Mort Weisinger. Además, con lo que estaban vendiendo las dos series en aquel momento, cualquiera querría escribirlas y recibir la lluvia de dinero en royalties. Pero a Harras no le valía cualquier sustituto, necesitaba a alguien que hubiera trabajado en la serie con anterioridad, alguien que fuera sinónimo con los tiempos de gloria de la serie. El sustituto ideal de Claremont tenía que ser un hombre que lo detestara profundamente y que sólo por fastidiarle aceptaría el trabajo, John Byrne.
John Byrne había sido el dibujante de gran parte de la etapa inicial de Claremont en X-Men, y gracias a estar compinchado con Roger Stern -el editor de la serie- Byrne había ido conseguiendo meter mano a los guiones de la serie. Pero el cambio de editor hacia el final de la saga de Fénix Oscura le había hecho perder su influencia, y Byrne tuvo que claudicar y dejar la serie. Durante todos los 80, Byrne había conseguido llegar a ser una de las mayores estrellas del momento, un tipo que podía escribir y dibujar varias series al mes y además que era famoso por su ego y su temperamento. La llegada de las nuevas estrellas de los 90 con los Lee, McFarlane y compañía no le hizo mucha gracia, pero la idea de volver a X-Men justo después de la salida de Claremont y -sobre todo- los cheques que podía recibir por la serie le seducían demasiado. Pero sus planes también se fueron al traste…
Porque en ese momento Harras es rehén de Whilce Portaccio y Jim Lee, dos nuevos ricos que han descubierto que pueden hacer lo que les de la gana, y para los que las fechas de entrega son algo relativo. Tanto Portaccio como Lee trabajan juntos en el mismo estudio, lo cual provoca que el uno meta mano en los dibujos del otro y viceversa, en un ambiente de camaradería que podría haber servido para mejorar el producto de ambos, pero que lo único que provocó fue cambios a última hora en los guiones y que a Byrne le entregaran las páginas para dialogar tarde y mal. Harras, en vez de abroncar a sus dos empleados, transmite toda la presión a su guionista, al que llega a pedir que dialogue un número entero en una noche. Cuando Byrne rechaza hacerlo Harras le responde simplemente de que «se encargarán de ello», frase que años más tarde acabaría convirtiéndose para él en un sinónimo de despedir al personal. Sin pensar más en Byrne, Harras ofrece escribir el cómic a Fabián Nicieza, un editor que por aquellos tiempos solía hacer chapuzas de última hora, pero él también se niega. Harras no tiene más remedio que ofrecérselo a un escritor sin talento que se pasaba las horas muertas mendigando trabajo por la redacción, alguien lo suficientemente desesperado como para aceptar cualquier atropello con tal de que su nombre aparezca en los créditos de un número de X-Men, Scott Lobdell.
Lobdell -y poco después también Nicieza- se convirtieron en sus esbirros ideales, en la gente que escribía las dos series sin rechistar y que le permitían a Bob poder relajarse un poco. Sus problemas ya solo venían de la falta de profesionalidad de Jim Lee y Whilce Portaccio, pero eso se arreglaba más o menos bien con Art Thibert haciendo los acabados a última hora. Los problemas de Harras ya sólo consistían en las bobadas de Rob Liefeld, pero que ese era un crío y encima idiota ya lo sabían desde antes de contratarlo. Bob podía disfrutar por fín de todo el dinero que le caía del cielo, de los años de prosperidad que le venían encima, de… Y entonces el idiota de Rob Liefeld habló con Todd McFarlane, tuvieron una idea y convencieron de ella a Jim Lee y Whilce Portaccio. Y casi de la noche a la mañana, todos ellos anunciaron que dejaban Marvel.
A partir de aquel momento, la vida de Bob Harras se convirtió en una montaña rusa. Los dibujantes de X-Men no querían más dinero, ser sus propios guionistas o hacer una serie determinada, simplemente querían largarse y montar su propia editorial. La infección se extendió a toda velocidad, y de repente el dibujante de X-Factor, Larry Stroman, también se iba. Y el de Hulk, Dale Keown. Las series de Marvel se habían convertido en las protagonistas de un slasher en el que los dibujantes caían como moscas, en cuanto llegaban a tener un poco de éxito la gentuza de Jim Lee llegaba con sus cantos de sirena y se los llevaban a su nueva editorial, Image. El sustituto de Portaccio en Uncanny, Brandon Peterson, ni siquiera duró un año en la serie; la sangría era total y absoluta, y Marvel tuvo que empezar a hacer una campaña sobre lo importantes que eran los personajes sobre los autores, sobre que McFarlane no era nada sin Spiderman o Jim Lee sin Lobezno.
A casi todos los efectos, a finales de 1992 Bob Harras había fracasado. Su trabajo principal consistía en mantener contentos a Lee y Portaccio, con el objetivo secundario de mantener sujeto a Claremont. Lo segundo lo había mantenido a costa de lo primero, pero al acabar el año tenía a la serie principal de la editorial guionizada por un perfecto novato y sin dibujante fijo. La otra la escribía a duras penas un hombre de la empresa, Fabián Nicieza, mientras que en el dibujo habían conseguido la estabilidad a costa de arrebatarle a Andy Kubert a otro de los grandes éxitos de la editorial en aquellos tiempos, Ghost Rider -que, dicho sea de paso, nunca volvió a ser lo que era.
Pero Uncanny X-Men seguía vendiendo y Bob Harras pudo seguir en su puesto…