Me pasé años sin entender Laberinto, muchos años. Entendedme, yo era un crío y por supuesto que la entendía perfectamente: Sarah pierde a su hermano y tiene que recuperarlo de las garras de Jareth, el Rey de los Duendes, que para colmo de males es David Bowie, un tipo la mar de pintoresco que no me gustaba nada como cantaba, porque cantaba así como sin esfuerzo, ¿sabes? Su voz no me parecía que se esforzara, parecía que hablaba. Era un cantante vago que encima parecía pagado de si mismo, ¡y encima se metía a hacer de actor, del malo de una película de George Lucas! ¡El tío jeta!
Laberinto se estrenó en 1986, la época esa rara en la que algunos se rascaban la cabeza porque creían que lo que tocaba era una película de Star Wars, que ya era hora. Sin embargo, en aquel momento George Lucas había hecho el Pato Howard (que ni sabía que era de Marvel, de mis tebeos) y y otra de Indiana Jones, pero ni rastro de Luke y Leia. En el horizonte estaba Willow, cuya producción muchos confundieron con la hipotética continuación de las aventuras de Luke Skywalker, pero en aquel momento George Lucas tenía otros planes y acabó haciendo cualquier cosa menos nuestra Guerra de las Galaxias, hasta el punto de que para cuando empezó a hacer el Episodio I a mediados de los 90, casi nos parecía algo imposible… Y la verdad es que imposible era, porque anda que no le cayeron tortas por aquello. Pero sí, me estoy largando por las ramas, porque lo que estábamos es hablando de Laberinto y por qué es una película tan incomprendida (por mí).
Me pasé el resto de mi infancia sin pensar en Laberinto. Más que nada porque eran tiempos en los que no entendía el concepto de ver dos veces una película -aunque extrañamente si entendía el de leer dos veces un libro o un cómic, contradictorio que es uno- y la verdad es que no recuerdo que fuera una película que se repusiera mucho. No nos engañemos, fue una hostia notable en la taquilla y la demostración clara de que el sello Lucas no se traducía en un taquillazo del mismo modo en que lo hacía el de Spielberg, con lo que las desventuras de Sarah en el jardín del castillo de Jareth no reaparecían tanto en la televisión como otros éxitos del mismo estilo como, yo que sé, La Princesa Prometida, que era Una Película Muy Bonita. Que no vamos a decir que el guión de William Goldman sea peor que el de Terry Jones -sí, el de Monty Python- que el de Laberinto, pero sí que se me hacía más interesante, aunque solo fuera por ver a Kevin Arnorld y a Colombo leyendo un cuento sobre un personaje de Santa Barbara. Ya digo, no pensé absolutamente nada más en Laberinto, película que me interesó mucho cuando leí sobre ella en el periódico pero que no me entusiasmó tanto como yo que sé también, Gremlins. Y pasaron los años.
Hasta que conocí a una chica enamorada de Laberinto. Yo ya había salido de la adolescencia y estaba malgastando mi juventud en lo mismo en lo que malgasto el resto de mi tiempo, en hacer lo que me viene en gana. Así que tan mal gastado no debe de estar, digo yo. El caso es que la chica pues me hablaba mucho de Laberinto, película de la que ya ni me acordaba. Y Jareth esto, y Sarah lo otro, y yo vale, vaya, bien. Ella pensaba que era más listo de lo que era -sigo siendo bastante gilipollas, pero probablemente ya no lo disimulo tan bien porque me la sopla lo que piensen de mi- y compartía sus teorías esperando encontrar una pepita de sabiduría, pero yo pues oye, ni puta idea y que me la sopla Laberinto. Hablemos de otra cosa, yo que sé, los genitales de Darth Vader, ¿son un grifo o se le salvó el pene de la quema? Lógicamente, sí, Laberinto no era una película «para chicos» y yo siempre he sido un heteruzo gilipollas, muy viril y muy macho. Ja. Ella tardó en darse cuenta de que su sapiosexualidad no se vería satisfecha por mi -aunque yo estuviera buenísimo, de verdad- y no tardó en buscarse a otro al que adorar y que bueno, éso es otra historia. Laberinto me la seguía soplando, Willow era más divertida.
Porque yo que sé, tenía a Val Kilmer, y tenía enanos a los que llamaban «peks» y se cabreaban por eso, y más acción. Laberinto era una niña corriendo por una versión emo -yo no sabía lo que era emo, cierto- del Mago de Oz, en la que todo era mustio y todos estaban puteados de la vida. Hoggle vive al lado de una pared roñosa usando insecticida contra hadas, ¿qué clase de vida era esa? Y luego eso, David Bowie con sus duendes, que me recordaba al Pesadilla de Marshall Rogers rodeado de sus bichos langosta, no estaba yo muy impresionado. Y un perro llamado Sir Didymus que tenía de caballo a un perro que curiosamente era idéntico al perro de Sarah en el mundo real -¿cómo podía ser tan idiota de no sumar dos y dos? Ya digo, un crío idiota- y una ciénaga que no se tragaba caballos por provocarles una depresión tremenda como la de La Historia Interminable, si no que literalmente se tiraba pedos y que si la tocabas acababas apestado de por vida. Vamos, que pillabas la Peste en el sentido más olfativo del nombre.
La verdad es que es una película muy poco interesante, ¿no? Muy infantil, muy tontorrona, muy «ésto es un tópico y ya lo he visto». Bueno, no era Legend -que de puro simple es un rollo, sin un subtexto tan interesante ni tan claro como el de Laberinto- pero es que aquello había sido el intento de Ridley Scott de ser un director comercial como George Lucas sin entender qué era exactamente lo que había funcionado en Star Wars. Y Laberinto tenía mucho de lo que hacía que funcionara La Guerra de las Galaxias, de lo que le hablaba directamente al espectador, solo que yo era idiota y completamente ajeno a ciertas realidades (lo que se llama un ser de luz) y lo dicho, ni me había dado cuenta.