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Caracterización para toda la familia (I): La tiranía de Aristóteles

Uso mucho la palabra «caracterización» y hasta la utilizo como argumento para valorar un cómic o una película, pero tampoco ahondo en ello. Y no lo hago porque, principalmente, hablar de por qué una caracterización es buena suele conllevar el escribir medio artículo hablando sobre cómo es un personaje y la forma en la que lo muestra quienquiera que lo escriba y/o lo interprete. Porque éso es, en muy resumidas cuentas, lo que es la caracterización.

Los griegos no se complicaban la vida con esto, ¡se ponian una máscara y ya estaban caracterizados!

La caracterización es un arte al que poco caso se le hacía hasta un tiempo relativamente reciente (siglo XIX, más o menos). Cuando hablan en La Iliada de los «melenudos aqueos con sus lujosas grebas» o del «valeroso Aquiles» no hay mucha sutileza a la hora de decir que Aquiles era valiente; si el lector debía saber algo sobre un personaje, el autor se lo decía directamente y en paz, Aquiles era la mar de guapo y fuerte igual que Superman es el defensor de los oprimidos. Y ya, ya lo tienes todo, es el héroe. Por eso Aristóteles, centro filosófico europeo durante más de mil años (y a algunos todavía les dura) estableció en su Poética que los personajes se definen por su conducta y no por su caracterización, entendiendo caracterización en aquel momento por su aspecto físico o vestimenta; para él ésto no dejaban de ser apuntes para una obra de teatro, algo accesorio, lo importante eran las acciones de cada uno y ya, acciones que diseccionaba con total frialdad para dar con la fórmula de la «Tragedia Perfecta». Y sin embargo, casi dos mil años después, aparecería Cervantes describiendo por boca de Don Quijote a la hermosa Dulcinea, pintándonos el cuadro de una dama bellísima y el culmen de la elegancia… Para luego retrotraerse a la ficción de Cervantes buscando el relato original de Cide Hamete Benengeli y encontrándose que el libro tiene una anotación al margen que afirma que «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer en toda la Mancha». Todo lo contrario a lo que decía el «manuscrito original».

Que ojo, lo cortés no quita lo valiente. Que tampoco era Sofia Loren.

Y es que aunque Aldonza Lorenzo tiene todo el derecho del mundo a salar lo que le venga en gana, las insinuaciones que hace el libro sobre ella contrapuestas al relato de Don Quijote lo subvierten de una forma casi más contundente que el más famoso todavía episodio de los molinos; Cervantes está utilizando como recurso cómico la exageración pedante de los libros de caballería al describir a sus personajes como los mejores en lo suyo, los más guapos, valientes y bellos, convirtiendo a Dulcinea en la metáfora más soez que se le podía aplicar a una doncella de la época; le está dando un uso a las «anotaciones para el teatro» que construyen un retrato mucho más rico de un personaje que ni siquiera tiene acciones en la novela porque ni se llega a molestar en aparecer. Y aun así, en los siglos posteriores y obviando excepciones notables como el mismo Quevedo, la literalidad en prosa se acabó imponiendo hasta el punto de que llegó la ilustración y convirtió prácticamente en regla universal un tipo de caracterización basada en la descripción no laudatoria (o jocosa) del personaje y totalmente aséptica, lo más científica posible; y es que estamos hablando de un movimiento con una vocación pedagógica muy fuerte, con lo que se esforzó en la literalidad de todo lo que producía; no había lugar a dobles sentidos porque estos podían provocar equívocos. Pero por supuesto, ante cualquier movimiento histórico hay una réplica inmediata, y así apareció… La lacra del romanticismo.

Los románticos o, como digo yo, ¡esos flipados insoportables de mierda!

Hasta un reloj parado da bien la hora dos veces al día, y el romanticismo no podía ser una excepción. Creador de algunos de los mayores males de los dos siglos posteriores, el romanticismo tomó algunos rasgos líricos de la poesía y los incluyó en su literatura, imitando el exceso de adjetivos de la ilustración (que, repito, quería dejar las cosas lo más claras posibles y se pasaba de detallado) para crear atmósferas y sensaciones, recuperando a las doncellas de inmensa belleza pero aportando también a los héroes melancólicos y villanos despiadados. Y aún a pesar de esa obsesión por la exageración, de repente ya no se hablaba de los personajes solo describiéndolos con un par de rasgos principales, si no que se empezaba a detallar su comportamiento con adjetivos más puntuales que, sumados, daban como resultado el saber si era un valiente o un cobarde; ya no se era tan directo. Había más trabajo mental para el lector, había una exploración más sutil de la identidad de cada personaje que cristalizaría mucho mejor en otro movimiento que se había estado cociendo de forma paralela a todo esto, el Realismo. Y así es como, a finales del siglo XIX y aprovechando las primeras exploraciones clínicas de la psique humana (más bien palos de ciego, que nadie se lleve a engaño), se realizó el gran cambio de paradigma respecto a la forma de contar historias: ya no se creía a pies juntillas en la idea de Aristóteles de que la tragedia estaba por encima de los personajes, si no que se empezó a pensar que los personajes eran el verdadero motor de la trama. Y la que se lió…

Del protorrealismo británico si que no habla M’Rabo, ¿eh? Prefiere hablar de Yokotsuji y Mamojari antes que del señor Darcy, ¡menudo sinvergüenza está hecho!

Porque claro, ésta no es una idea que se extendiera automáticamente en el siglo XIX. Y aunque es cierto que buena parte de las obras literarias de finales de aquel siglo y principios del XX trabajan sobre esa idea (por algo son las buenas) tardaría lo suyo en imponerse. Se tardaría todavía un siglo hasta que un académico reconociera que absolutamente todas las historias eran iguales (sí, estoy hablando de Campbell), en reconocer que en el fondo las historias nos dan igual, que solo son un marco para contarnos quienes son esos personajes, qué están haciendo y por qué están haciéndolo. Y en el género de superhéroes éso se notará más que en ningún otro lado.

Ejemplo práctico de que nos importan más los personajes que la historia.

Según empiezan los superhéroes, tenemos el primer ejemplo del enfrentamiento de ambas filosofías, y precisamente se da entre las futuras Marvel y DC. En realidad no se dió a un nivel consciente -ni mucho menos- pero la forma de escribir de unos y de otros era completamente opuesta en algunos apartados, y precisamente éso creo que es lo que hizo destacar a Namor, The Submariner como uno de los mejores personajes de la edad de oro. Allí donde el Capitán América, Superman o Batman se enfrentaban al malo de la semana, en un principio Namor era directamente el dueño de su propio destino, a ratos el villano de su propia serie. Y ya habíamos visto tebeos protagonizados por villanos, pero en el caso de Namor Bill Everett le da al personaje un aprendizaje, una evolución. Los rasgos de su personalidad van variando y éso los lectores lo aprecian, porque esos cambios son consecuentes y se notan en sus siguientes historias. Namor pasa de ser una fuerza de la naturaleza o un kaiju como Godzilla a empezar a entender su entorno, a cambiar, y es en esa evolución en la que reside el éxito del personaje. Namor seguirá siendo más bruto que un arado, pero parece que está «vivo», no vuelve a la casilla de salida en cada número.

Namor con capa, lo nunca visto.

Por supuesto y porque esta perra vida es lo que tiene, la cosa no duraría, y Namor acabaría congelándose en el tiempo como tantos y tantos. Pero ya era un personaje mucho más interesante que la mayor parte de sus contemporáneos, con bastante más matices, algo mejor construido. Y ojo, que Stan Lee en aquel momento no aprendería esa lección y éso se notaría durante todos los cómics que guionizó en los 40 y 50, pero la llegada de Jack Kirby si que empezaría a cambiar su chip. Se suele hablar de que la gran renovación de Marvel estuvo en que los personajes eran humanos y discutían entre ellos y tal, pero éso no deja de ser una simplificación de algo que en realidad ya se había visto en Namor; si Ben Grimm estaba siempre a punto de cargarse a Reed Richards, era porque estaba cabreado por como le había dejado su dichoso viajecito al espacio, igual que Namor estaba hasta las narices del mundo de la superficie porque le estaban dejando los mares hechos un desastre. Por supuesto, el Stan Lee de aquellos inicios no dejaba de ser una conjunción de todos los vicios de la ilustración -la literalidad, a ratos dolorosamente redundante- y del romanticismo -el exceso de adjetivos para enfatizar que acaba siendo más redundante todavía- pero con el tiempo la cosa acabaría mejorando, aunque para sus detractores nunca lo suficiente.

Pero de de este señor mejor hablamos la semana que viene… O para la siguiente, dependiendo de lo que nos dicte la actualidad.

 

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