M’Rabo Mhulargo, Duque Turbomencey y Señor de Grayskull, amo de Eternia. «Yo tengo el poder» -no se cansaba de decirle a todos sus súbditos- «¡Yoooo tengoo el podeeer!» -y levantaba mucho los brazos, diciendo que tenían que hacerle una espada del poder, que ya era hora. Pero los antiguos artesanos metalúrgicos de Tánger no paraban de enseñarle cimitarras y mandobles toledanos, cosa que frustraba tremendamente a M’Rabo porque claro, él quería la Espada de Poder. Pero como nunca supo dibujarla, pues tuvo que joderse y andar por ahí con un cuchillo de cocina bien grande que no hacía más que asustar a todos los habitantes del Castillo de Grayskull. Nombre que, dicho sea de paso, era imposible de pronunciar para casi todos los canarios y para M’Rabo menos todavía, pero a ver quien le quitaba la ilusión a aquel niño de cincuenta años.
M’Rabo se sentía como si estuviera en una edad de oro, porque poco después su esposa Ndoye había muerto. Le había dado muchos hijos y alguno hasta iba a ser heredero de cosas interesantes (M’Rabo no recordaba el nombre de ninguno porque daba igual, ninguno podría sustituir Basura, la niña especial) así que M’Rabo se preguntó si debería ir al funeral de Ndoye o buscarse otra esposa con la que sustituirla. Como quería dar la imagen de líder multitarea, decidió ir al funeral y casarse con su nueva esposa a la vez, ¡qué orgullosos estarían sus súbditos! La nueva emira se llamaba Aichata, y la única razón por la que M’Rabo se había casado con ella era porque el desgraciado tenía ya una edad y le hacía ilusión poder imitar a su ídolo Don Paco Martinez Soria persiguiéndola por los pasillos del Castillo de Grayskull gritando «¡AAAAAAICHATA! ¡QUE TE PILLO Y HAGO UN HIJO!» Aunque tampoco es que para esas alturas la fertilidad de M’Rabo fuera gran cosa, que bastante milagro había sido ya que tuviera quince hijos…
Ceuta y Melilla no fueron una conquista difícil, solo había que decir que venías de Canarias y no de cualquier otro lugar de África y te dejaban pasar fácil. Y estaba M’Rabo celebrando con sus generales la conquista que ellos habían llevado a cabo para él, cuando de repente se encontró que otra de sus «conquistas» peligraba: su esposa favorita y la que le ganaba las guerras, la Emira Gban, le estaba poniendo los cuernos. Fijo. Fijísimo. Rápidamente, M’Rabo se puso a malmeter y empezó a vigilar a su esposa en secreto hasta descubrir la terrible verdad, una verdad a la que nadie debería tener que enfrentarse, de esas que hacen que tengas pesadillas o que acabes como un personaje de Shakespeare que mata a todo el mundo: la emira Gban le estaba poniendo los cuernos con su propio hijo. Pero no un hijo cualquiera no, uno de los hijos de Ndoye, uno que era un don nadie hasta tal punto que cuando lo bautizó no miró a ver si era chico o chica y le puso de nombre Princesa Projectra, a pesar de que el muchacho siempre se sintió muchacho y vaya que si lo había demostrado yaciendo con su madre adoptiva. Aquí van a haber hostias…
M’Rabo estaba fuera de sí, totalmente fuera de sí. Y como estaba fuera de sí, decidió retar a un duelo a su propio hijo para castigarlo, sin tener en cuenta que él tenía ya 55 años y algunos achaques y el chaval tenía 31 años y por el título de adúltero perfectamente lo podría haber desheredado y en paz. Pero no, tenía que olvidar su credo militar de «ataca solo cuando tu enemigo esté de espaldas» y saltar al cuello de su hijo. Y claro el chaval esquivó (al fin y al cabo era su padre) y M’Rabo le arañó, escupió hasta le tiró tierra a la cara hasta que acabó derrotándolo en el duelo de todos los duelos:
M’Rabo había derrotado hasta su propio hijo, su príncipe heredero. Lo metió en la cárcel y entonces, solo entonces, se preguntó que más podía hacer. Maldita sea, era el duque Turbomencey de Canarias, había conseguido hacerse con el antiguo ducado del Rif, rebautizado ahora como el Ducado de Eternia (a Tánger la había renombrado como Eternos, lógicamente) y todo iba a las mil maravillas, ¿y ahora estos desgraciados le hacían quedar en ridículo y…? Bah, no tenía por qué soportar esto. M’Rabo hizo ejecutar a su hijo y envió a sus asesinos a matar a su nieto, Clark Kent Mhulargo; ¡la venganza de Ndoye por la muerte de Basura no se iba a consumar jamás! ¡Maldito sea el día en que se casó con Ndoye y sus hijos incestuosos!
Así que ahora todo volvía a estar en su sitio, si no fuera porque M’Rabo se dió cuenta de que sus años en este mundo estaban contados, que sus herederos se iban a repartir el pastel y el futuro de sus conquistas era incierto. Otro líder se preocuparía por sus hijos y nietos, por su legado, por el futuro de su súbditos, pero M’Rabo es mezquino y egoista, y lo único que le importaba era no aburrirse, así que montó una cacería. Se subió a un carro tirado por tres camellos y salió a la caza del fénec, un tipo de zorro orejón y supercuqui del desierto que el muy desalmado decidió que estaría monísimo colgado sobre sus hombros. «El único animal digno de respeto es el perro» solía decir «los demás solo quieren mearte encima, arañarte, comerte o no te hacen ni puto caso, así que hay que matarlos». Y en esto que salía para el desierto cuando se encontró con unos cazadores furtivos reventando lobos:
¡Tampoco se podía quejar, apenas había salido del jardín del castillo de Grayskull y ya había cazado dos pájaros! Pues ni tan mal oye, que los colgó y ya se quedó con el suficiente buen humor como para tener ánimo de conquistar Fez, el ducado que tenía justo debajo. Poco a poco el Mariscal Bilalid y el Canciller Tyelibele empezaron a darse cuenta de que en la locura de M’Rabo parecía haber un método, poco a poco estaba conquistando el sultanato de Marruecos, ¿estaba acaso el Turbomencey tratando de buscar un espacio vital para las Canarias? «Un cuerno» respondía el Duque Turbomencey «Lo que pasa es que me molesta mucho la calima, y estos cabrones siempre me la mandan desde aquí. ¡Así que les voy a dar la paliza de su vida y les voy a obligar a quitar toda la arena del desierto para que no vuelvan a mandarme una puta calima en su miserable existencia!» Supongo que ésa era una razón tan buena como cualquier otra para conquistar otro territorio más…
La guerra empezó de forma normal, el Emir Isalcas decidió atacar Tasmania a ver si le caía algo con su ejército de 400 hombres, siendo pisoteado de mala manera por los 1800 soldados de M’Rabo. Soldados que, dicho sea de paso, en su completa totalidad ya no tenían nada que ver con el ejército de pastores, porque esos se habían vuelto a las islas a seguir con sus ovejas, sus palos y su silbo gomero. El nuevo ejército de M’Rabo estaba compuesto por soldados musulmanes, levas de territorios conquistados por los aliados de M’Rabo. Una auténtica locura en toda regla, porque a la hora de la verdad M’Rabo para ellos era un tipo bajito, cabezón, malencarado y que hablaba rarísimo, que estaba siempre enfadado y se pasaba el día tragando y quejándose de todo. Pero aun así, era el emir, el jeque, el sultán o lo que fuera, y todos ellos obedecían al trono de Grayskull dijera lo que dijera, porque al final él era el que pagaba los salarios. Y así es como se ganó la guerra de Fez y comenzó la carrera imparable de M’Rabo para proclamarse Rey.