Hubo un tiempo no demasiado lejano en el que el cine de espías era algo más que un espectacular desenfreno de frenética acción y explosiones con protagonistas que la mayoría de las veces recuerdan mas a superhéroes que a agentes secreto, una tendencia que ha terminado pro cargarse incluso a James Bond (aunque el siempre fue un caso aparte). Para desintoxicarme de todo ello he saldado una cuenta que tenía pendiente desde hace mucho, ponerme a ver la serie de películas que Michael Caine protagonizo en los sesenta interpretando al espía británico Harry Palmer, y aunque la espera ha sido muchísimo más larga de lo que tendría que haber sido, lo que me he encontrado ha valido muchísimo la pena.
Cuando uno de los principales científicos británicos desaparece en misteriosas circunstancias y su escolta es asesinado, saltan todas las alarmas en el Ministerio de Defensa. Este no es más que el último de una serie de extraños casos en el que dieciséis de los más importantes científicos del país han desaparecido o abandonado sus carreras de forma más que sospechosa. Al no confiar en el departamento que llevaba la seguridad e investigación de estos casos, el Ministerio traslada allí al sargento Harry Palmer (Michael Caine), un agente con un pasado poco limpio y famoso por su insubordinación y su poco amor por el trabajo, pero muy eficiente cuando se lo propone. Sus poco ortodoxos métodos no tardan en dar frutos y descubre que el asunto es muchísimo más complicado que un simple caso de sabotaje entre potencias enemigas y que las ramificaciones de este se extienden a todos los niveles, un descubrimiento que le pondrá en el punto de mira de esas misteriosas fuerzas.
Desde siempre me han encantado las historias de espías, los dobles juegos, las traiciones… Pero este género perdió buen aparte de su encanto con la caída del muro de Berlin y la URSS y ha terminado degenerando en muchos casos en una orgia explosiva. Por eso ha sido agradable mirar atrás y reencontrarme con un tipo de historia más cercana a la realidad que poco o nada tiene que ver con lo que nos quieren vender hoy en día. Eso se debe sobre todo a que las películas de Harry Palmer, basadas en la serie de novelas escritas por Len Deighton, nacieron con la intención de ser la antítesis del espía por excelencia de la época, James Bond, algo que resulta curioso si tenemos en cuenta que muchos de los responsables de esta película lo eran también de la franquicia de 007, empezando por el propio productor de ambas Harry Saltzman.
Por todo ello en Ipcress File no vamos a encontrar ni rastro del glamour o las exóticas localizaciones del personaje de Ian Fleming, ni superagentes armados con la más alta tecnología viviendo una vida de lujo y desenfreno mientras se enfrentan a villanos megalómanos que quieren conquistar el mundo. Por el contrario el mundo de Harry Palmer es sucio y traicionero, los espías representados aquí son aburridos y reemplazables funcionarios del gobierno que tienen que cumplir con unos horarios de oficina y se pasan el día pateando las calles, hablando con sus informantes, rellenando papeleo y cuyo modesto salario no les permite vivir con demasiados lujos.
Estas diferencias son una de las cosas que mejor hace funcionar la película, dependiendo el resto del gran talento de todos los implicados en la misma. Destaca sobre todo el gran trabajo de un Michael Caine que se encontraba en aquel momento en uno de los mejores momentos de su carrera y que con una aparente sencillez nos transmite a la perfección como este sarcástico y apático personaje de Harry Palmer no cumple con su trabajo por amor al mismo, por vocación o por patriotismo, sino porque se ve obligado a ello, una obligación que trata de cumplir con el mínimo esfuerzo posible, una actitud que el propio Michael Caine ha parecido tener en más de un momento de su carrera.
Pero el resto del equipo de la película no se queda atrás. Sidney J. Furie, a quien deberíamos recordar por esta película y no por haber dirigido Superman IV, consigue mantenernos en tensión durante toda la película gracias sobre todo a apoyarse en un sutil guion firmado por Bill Canaway y James Doran que no necesita telegrafiar lo que está sucediendo y que deja al espectador llegar a sus propias conclusiones, algo que se agradece en esta época en la que algunas películas parecen tratar a los espectadores como idiotas y literalmente necesitar que algún personaje explique lo que está sucediendo en pantalla. Pantalla de la que es difícil apartar la vista gracias al trabajo del director de fotografía Otto Heller, quien exprimió las posibilidades que le daba un formato de grabación recién introducido en la época. Y todo ello acompañado por una hermosa banda sonora compuesta por el grandísimo John Barry. Estaba claro que Harry Saltzman sabia de quien debía rodearse para hacer una gran película.
Ipcress Files tuvo dos secuelas más en la década de los sesenta, «Funeral in Berlin» (1966) y «Billion Dollar Brain» (1967) y otras dos más treinta años después, «Bullet to Beijing» (1995) y «Midnight in Saint Petersburg» (1996), películas cuyas reseñas acabaran pasando por aquí en su debido momento y que espero que al menos con las dos clásicas, me dejen tan buen sabor de boca como me ha dejado esta gran y clásica historia de espías.