El horror y la ciencia-ficción son dos géneros que suelen funcionar muy bien cuando se les combina, y en la historia de la ficción en cualquier medio tenemos incontables ejemplos de ellos. Y uno de los ejemplos más recientes lo encontramos en Teacup, una serie de la plataforma Peacock que ha sabido jugar muy bien con las claves de ambos géneros para crear una historia que, sin necesidad de recurrir a grandes despliegues visuales, está dotada de una atmósfera opresiva y angustiosa que mantiene al espectador en tensión. Y aunque voy a procurar mantener los SPOILERS al mínimo, estamos ante una serie de la que es difícil hablar sin contar algo de lo que sucede en ella, así que está todo el mundo avisado.
En uno de esos apacibles lugares de la América profunda en la que jamás sucede nada extraordinario, un misterioso personaje cubierto con una máscara antigas dibuja una línea en el suelo rodeando una amplia zona de terreno e indica a quienes han quedado detrás de ella que no se les ocurra atravesarla. ¿Una advertencia o una amenaza? que no es en vano, ya que, como no tardan en descubrir de la forma más horrible, cruzar esa línea es firmar su sentencia de muerte. Atrapados por esa fuerza invisible, los prisioneros de esta no tardan en descubrir que se han visto implicados sin quererlo en una despiadada cacería de la que depende el destino de toda la humanidad, y que quizás esté en su mano salvar su mundo, si no mueren en el intento.
Teacup está basada (aunque por lo visto muy superficialmente) en la novela Stinger (1988) de Robert R. McCammon, y aunque no la he leído aún, si me fío de las sinopsis que he leído por ahí se puede apreciar que, aunque se ha conservado la premisa básica, esta ha ido enfocada en una dirección muy diferente, cambiando la acción y violencia frenética de esta por un horror más psicológico que juega a aterrorizar con lo que no se puede ver. Un cambio que no me sorprendería que se haya debido al ahorro presupuestario, pero cuyo resultado funciona a la perfección, con un equipo delante y detrás de las cámaras que ha sabido transmitir tanto o más horror que un puñado de CGI o de personas maquilladas.
Porque mientras la novela parecía beber de la ciencia-ficción y el horror de la época, Terminator, Depredador, Alien, etc, esta serie parece mostrar unas influencias muy diferentes pero tan clásicas o más. A lo largo de sus ocho episodios, es difícil no encontrar rastros del Chocky de John Wyndham o incluso de Lovecraft, con unos invasores inmateriales capaces de poseer a cualquiera y que provocan una paranoia extrema entre los protagonistas, una no muy diferente de la que podíamos encontrar en La invasión de los ladrones de cuerpos, Los invasores (la serie de televisión de 1967) o incluso La cosa de John Carpenter, donde es imposible confiar en nadie, ni siquiera en los más cercanos, porque cualquiera puede ser un enemigo.
La serie maneja muy bien ese aspecto de la trama, siendo lo que más engancha de la misma, ya que ni siquiera los espectadores sabemos casi nunca quién es quién realmente y acabamos casi tan paranoicos como los propios personajes. Un aspecto en el que destaca el trabajo del reparto de la serie, ya que buena parte de ellos tienen que interpretar un doble papel y conseguir que sintamos ese cambio sin recurrir más que a su lenguaje gestual. Un claro ejemplo de lo mucho que se puede lograr con pocos medios, incluso cuando eso se hace manejando unos géneros en los que demasiado a menudo se tira del recurso fácil de mostrarlo todo lo más explícitamente posible. Ya que, aunque aquí encontramos algún momento muy puntual en el que se nos muestra el auténtico horror al que se enfrentan, prácticamente todo el peso de la atmósfera de la serie reside en insinuar.
Y dentro de este reparto lleno de caras conocidas como secundarios habituales en multitud de series y películas, siendo probablemente la más conocida Yvonne Strahovski (Chuck, Dexter, Handmaid’s Tale), quien más me ha destacado, para mí, es el pequeño Caleb Dolden en su papel de Arlo, el hijo del personaje de Strahovski. Un jovencísimo y prometedor actor, aunque ya con unos cuantos años de experiencia a sus espaldas, que ha tenido que lidiar con la difícil papeleta de interpretar también uno de esos papeles dobles y conseguir resultar creíble, siendo capaz de que sintamos la diferencia sin decir una palabra, solo a través de su forma de moverse.
A todo esto debemos añadirle el buen ritmo de la serie: solo ocho episodios de apenas media hora cada uno, algo que consigue que esta primera temporada se pase en un suspiro, resolviendo lo planteado en esta y revelándonos que la historia es mucho más grande de lo que parecía. Por ello, ahora solo queda cruzar los dedos para que Peacock la renueve y Teacup no acabe en la cada vez más larga lista de series canceladas que nos han dejado con la historia a medias, porque sería una tragedia no saber cómo continúa esta historia que, aunque no especialmente innovadora, ha sabido engancharme.