Ayer os contaba eso, que de crío no entendía Laberinto y de postadolescente era demasiado soberbio como para reconocer mi estupidez. Que joder, no es que la película fuera arte y ensayo, pero puñeta, abre los putos ojos cabrón. Ábrelos de una vez y leche, espabila.
Hay un momento en la vida en el que dejas de ser imbécil. Te hubiera gustado no ser imbécil, pero lo has sido y joder, te toca reconocerlo. Ya no eres imbécil, guay, estupendo, sigues siendo gilipollas pero reconoces tu imbecilidad. Y ése es un gran primer paso que pocos dan, pero yo lo dí. Entender realmente una historia no es saber como acaba, si no como funciona esa historia, que cuenta. Es normal que Laberinto no me interesara, porque no le hablaba a mi yo infantil. Había duendes feos que se llevaban a un bebé y una niña idiota que jugaba a las princesas y se iba haciendo amiga de un montón de muñecos grotescos de esos que le gustaban a Jim Henson, y luego estába el David Bowie ese que no sé que le ven, porque yo no sé quién carajo es Ziggy Stardust ni el glam ni Space Oddity. Agacha la cabeza, imbécil, y escucha. Tal vez la niña esa que juega con muñecas sea algo más de lo que parece. Tal vez esa habitación llena de muñecos, mil carteles de musicales y cuentos y un cuadro de Escher sea algo más que una pista sobre lo que estamos por ver a lo largo de la historia de Sarah, tal vez el Laberinto sea algo más que una aventura, un sueño, un mal viaje de Jennifer Connelly (Jenny de Rocketeer, ¿te acuerdas? ¡Nos gusta Rocketeer, es como la película del Capitán América que nunca vimos!). Tal vez el Laberinto sea Jenny no queriendo crecer, tal vez sea algo a lo que se enfrentan todas las niñas un día en el que la biología les suelta un cartel de GAME OVER a su infancia.
Porque claro, los chavales somos de otra pasta. Un día el pijama tiene una mancha rara, pero no tienes ni por qué enterarte, no es como sangrar. Sarah se resiste a ese cambio como me hubiera resistido yo, leyendo mis tebeos y mirando para otro lado, rehuyendo la responsabilidad. Pero el contador de la vida sigue, y en el momento en el que rechaza toda responsabilidad en la figura de su hermano Toby (pidiendole al Rey de los Duendes que se lo lleve para siempre), al momento se da cuenta de su error y trata de deshacerlo, enfrentándose a sus propias fantasías que han tomado vida y tratan de engullirla. Del mismo modo en el clímax de la película, Jareth le ofrece seguir sumergida en sus sueños de infancia y ella acaba renunciando a ellos, volviendo a casa y cediendo el último pedazo de su infancia, su osito de peluche, a Toby. Es como el final de aquella película de Toy Story en la que el chaval se va a la universidad y le da sus juguetes a una niña en vez de guardarlos en un armario y coleccionarlos como más de uno que yo me sé. Sin embargo, hay algo en Laberinto que es hermoso de cojones, que nos recuerda que Terry Jones, Dennis Lee, Jim Henson y hasta George Lucas son de los nuestros; cuando Sarah parece haber renunciado a todo lo asociado a la infancia y está vaciando su habitación de todos esas «tonterías de niña», todos los amigos que conoció durante su aventura del Laberinto reaparecen en el espejo de su cuarto para despedirse.
«-Recuerda, bella doncella. Si nos necesitas… Por la razón que sea… -Yo os necesito. Todos los días de mi vida, por la razón que sea, os necesito. A todos.» Allí donde la historia podía haber acabado como un «déjate de niñerías y dédicate a invertir en bienes hipotecarios» la cosa termina con Sarah dándose la vuelta al espejo y todos sus amigos, las marionetas, dando una fiesta en su habitación como si eso fuera el camarote de los hermanos Marx. Sí, es una historia sobre la infancia y hacerse mayor, reconocer tus responsabilidades, pero a la vez es una que te dice que no se acabó. Que la infancia es nuestra primera patria y a la que debemos ser fieles toda nuestra vida, a soñar. Tenemos responsabilidades que atender y le daremos el osito al niño, pero seguimos teniendo sueños por los que luchar y de los que disfrutar. Sarah no es una niña cualquiera, no es una adolescente cualquiera y tampoco va a ser una adulta del montón, va a retener parte de su esencia y va a ser una soñadora. Ya no tiene que aferrarse a nada, porque puede enfrentarse a todo y seguir siendo ella misma.
Y éso es Laberinto, una película en el fondo la mar de sencilla que durante años ni me molesté en volver a ver porque claro, «ya la entendía». El arte no es algo que se termine cuando el artista de por acabada la obra -«los cuadros no se terminan, se abandonan»-, porque el momento en el que realmente se completan es cuando llega el espectador y la contempla por primera vez. Laberinto es un ejemplo perfecto, una de esas películas que fue una cuando la ví de crío y otra cuando la ví de adulto, el ejemplo que les pongo a todos los filisteos que me desprecian el subtexto y me dicen que todo lo que no se exprese verbalmente en la película son pájaras mentales nuestras. Los cojones.