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Historia de Activision: Y Microsoft se compró Activision (I)

Microsoft se ha gastado el Producto Interior Bruto de Afganistán (el de antes de que volvieran los talibanes, vaya) en comprar Activision Blizzard: casi setenta mil millones de dólares en una compañía que se ha pasado gran parte del año pasado siendo noticia solo por lo mal que tratan a sus empleados y lo mucho que engordan la cuenta bancaria de sus directivos. Y también una de las compañías con uno de los catálogos más ricos de la historia del videojuego, fundada prácticamente en los orígenes de las consolas… Pero vamos a ver qué carajo es Activision.

Bienvenidos a la historia de cómo un héroe acabó convertido en el peor de los villanos. O por lo menos su marca, vaya.

Porque aunque a alguno le pueda parecer increíble, hubo un tiempo en el que Activision, al igual que Blizzard, eran «los buenos». Pero los buenos al nivel de la Alianza Rebelde de Star Wars, toda una revelación en una época oscura y completamente convulsa que trajo un cambio brutal para la historia del desarrollo de videojuegos en occidente y las condiciones laborales de sus trabajadores; supongo que los más talluditos del lugar recordarán como los videojuegos japoneses solían tener unos créditos la mar de raros, en los que los que se acreditaba a la gente por motes y nunca por su nombre real. Esta práctica lamentable se llevó a cabo hasta bien entrada los 90, y se debía a que las editoras de videojuegos, para evitar que los desarrolladores fueran fichados por una compañía rival, trataba de esconder la identidad de los mismos todo lo que podían, evitando que el trabajador pudiera recibir las ofertas que el mercado realmente le habría ofrecido de otra manera. Y esta mala práctica no solo se daba en Japón, porque en occidente ni siquiera les dejaban firmar y los juegos los hacía «Atari» como un ente abstracto… Hasta que se fundó Activision.

Creditos completos del primer Castlevania, en los que todos los nombres eran seudónimos; así es como Kinuyo Yamashita y Satoe Terashima acabaron convertidas en «James Banana».

La cosa empieza a finales de los 70, con Atari siendo la principal creadora de videojuegos del mundo con la consola más exitosa del mundo, la Atari 2600, dominándolo todo. En un momento en el que los videojuegos todavía podían crearse por auténticos «hombres orquesta» que se encargaban de todos los aspectos del desarrollo, la compañía fundada por Nolan Bushnell y recientemente comprada por Warner -sí, ésa Warner- seguía el modelo Disney a rajatabla, estableciendo el nombre de marca por encima de todo, poniendo a Bushnell como el Disney de la compañía -no saldría bien- y tratando de evitar por todos los medios que se creara una estructura equivalente al sindicato de actores, directores y demás que en su día había fragmentado tanto la tarta de beneficios en el negocio cinematográfico de Warner. Lógicamente los programadores estaban molestos con una situación que poco menos los consideraba engranajes de una cadena de montaje a pesar de que seguían contando con todas las desventajas que conlleva un trabajo altamente creativo, con la responsabilidad del riesgo que podría conllevar el fracaso de su siguiente juego.

¿Os acordáis de este cacharro? Pues Atari era poco menos que un campo de trabajos forzados para ingenieros, vaya.

Hartos de la situación y de tener que conformarse con pequeños actos de rebeldía como el de Warren Robinett en Adventure -que incluyó una sala secreta en el juego en la que se podía leer un texto que lo acreditaba como creador del mismo- los programadores David Crane, Larry Kaplan, Alan Miller y Bob Whitehead se plantaron delante del flamante nuevo CEO de Atari Ray Kassar -un tipo que Warner había colocado en el puesto tras el despido de Bushnell gracias a su estupenda gestión de una compañía de camisas de algodón- y le exigieron que les tratara como los artistas que eran, siendo acreditados por su trabajo, con royalties y cosas de esas… Y no, la cosa no salió nada bien. Kassar era un tipo conocido por ser tiránico, un ejecutivo de esos centrado en los números y poco menos les dijo que cualquiera podía hacer un videojuego, que ellos eran completamente reemplazables y que fuera de mi despacho que sin mí no sois nada. Vamos, los abusos de poder de siempre.

David Crane, Larry Kaplan, Alan Miller y Bob Whitehead presentando el primer videojuego de Activision, Checkers.

En un momento en el que desarrollar videojuegos era indivisible del hardware, el pensar en crear una desarrolladora ajena a Atari que programara para la consola de Atari era impensable, una locura, un desatino… Pero no era ilegal. No había ninguna ley que dijera que Atari tenía potestad para impedir que otros hicieran cartuchos para su consola, y los cuatro programadores que acabarían formando Activision a finales de 1979 conocían la plataforma mejor que nadie, exprimiendo sus posibilidades de una forma que la Atari de aquel momento era incapaz de igualar y buscando una complicidad con el jugador que hacia destacar sus juegos sobre todos los demás. Por supuesto, Atari se tomó todo esto como una declaración de guerra en toda regla, y empezó a batallar judicialmente contra aquellos ingenieros díscolos que habían «robado secretos de la compañía» hasta que allá por 1982 los tribunales llegaron a la conclusión de que Activision era muy libre de programar lo que quisiera para la plataforma que le viniera en gana, pero que para compensar los costes de haber desarrollado la plataforma de hardware, Activision y cualquier otra desarrolladora tendría que pagar royalties por cada juego vendido; había nacido el negocio de las «third parties» tal y como lo conocemos hoy en día.

Pitfall, probablemente el techo gráfico de la edad de oro de Atari 2600.

Pero no todo iban a ser días de vino y rosas, y aunque Activision consiguió triunfar en el mercado convirtiéndose en la desarrolladora estrella de la época con juegos como Pitfall!, el abrir la caja de Pandora de que cualquiera pudiera desarrollar para la plataforma provocó que multitud de indocumentados de todo pelaje -desde programadores chapuceros hasta «emprendedores» sin dos dedos de frente- inundaran el mercado de juegos lamentables que no tardaron en saturar un mercado estadounidense que no tardó en decir basta y así es como en menos de un año, en 1983, el mercado de consolas de videojuegos de Estados Unidos colapsó y Atari se fue a hacer puñetas. Y así es como Activision, por pura supervivencia, empezó a abrir sus miras hacia los ordenadores domésticos, los cuales habían sido plataformas abiertas desde un primer momento y por ello no habían sufrido el golpe. Y aquí es donde las cosas empezaron a torcerse…

Aquello fue abrir puertas al campo y claro, se lió pardísima.

Porque para mediados de los 80 los fundadores de Activision habían empezado a dejar su propia compañía, y hasta el ejecutivo musical que habían contratado como presidente de la misma, Jim Levy, había sido despedido por la nueva junta de accionistas debido a que «su estilo de gestión que personalizaba en los autores de los juegos ya no tenía sentido en una época en la que los juegos ya no los hacía una sola persona». Poco a poco Activision se empezaba a convertir en otra cosa y el nuevo presidente de la compañía, Bruce Davis, le cambiaría el nombre a Mediagenic y hasta trataría de transformarla en una compañía de software convencional, abandonando el foco en los videojuegos. La transición no acababa de funcionar y, a finales de los 80 y con el mercado de las consolas de videojuegos volviendo con mucha fuerza, Mediagenic no consiguió recuperar la presencia en el mercado que sí tuvo Activision en su día, por lo que los buitres empezaron a hacer círculos sobre la compañía atraidos por el olor a quiebra… Y Bobby Kotick apareció en escena.

Y a tomar por saco toda Activision.

Kotick era uno de esos emprendedores de los inicios de los microordenadores que había creado su propia desarrolladora en la universidad -Arktronics- junto a su amigo Howard Marks, que ejercía de programador mientras Kotick trataba de vender el producto. Y se le debía de dar bien, porque desde un primer momento Kotick consiguió que el magnate de Las Vegas Steve Wynn invirtiera en su empresa, posibilitando que poco después lanzaran al mercado el paquete integrado Jane, que no consiguió mucho éxito comercial pero en el mundo de las finanzas ya se sabe, lo importante no es tanto el éxito de la empresa como los contactos que generes… Contactos tan potentes como para posibilitar que Bobby y Marks poco años después emprendieran la aventura fallida de tratar de comprar Commodore en pleno 1987, cuando la compañía acababa de lanzar su todopoderoso ordenador Amiga 500 y estaba en la cresta de la ola (la idea de Kotick y Marks era convertir el Amiga en una consola y a la mierda el teclado, cosa que a los amigueros les habría encantado, sí). Desconozco la alquimia financiera que Marks y Kotick llevaron a cabo para pasar de vender un paquete de software fracasado y videojuegos de los que absolutamente nadie se acuerda a intentar comprar Commodore pocos años más tarde, pero lo cierto es que Kotick y sus socios debían de tener las arcas lo suficientemente llenas tras el fiasco de Commodore como para invertir sustancialmente en una agencia de gestión de licencias llamada Leisure Concepts especializada en marcas infantiles como Thundercats o no tan infantiles como James Bond y que recientemente había conseguido la licencia de Star Wars y la de Nintendo. Kotick y su saco de dinero se harían con la compañía en 1990, momento en el que decidiría volver a invertir en el desarrollo de videojuegos. Y así es como fue a por Activision.

El paquete integrado Jane de Arktronics, que ya estaba un pelín atrasado cuando salió al mercado y no era precisamente ningún milagro de innovación.

La filosofía de Kotick, bastante lógica en alguien que tiene una empresa de gestión de licencias, era que el crear una empresa de cero y promocionarla es un trabajazo y no merece la pena, con lo que es mejor comprarse una marca en estado de derribo y reflotarla con el prestigio que tuvo su nombre en tiempos. Así, en 1991 Kotick y sus socios se gastaron medio millón de dólares en Mediagenic y su leyenda negra empezó a forjarse; interesado solo en la marca y despreciando todo lo demás, nada más entrar en la compañía echó a casi todos sus trabajadores (se quedó solo con ocho de ciento cincuenta) y empezó a encargar a terceros paquetes recopilatorios de viejos juegos de la compañía, además de encargar el desarrollo de un nuevo juego de la vieja serie Zork de aventuras conversacionales que fue un absoluto fracaso. Sin embargo y pese a que la nueva Activision no contó con ningún juego de gran éxito -más allá de la licencia Mech Warrior, su juego más conocido de la época es Leather Goddesses of Phobos 2- el uso de contratos de edición en occidente de algunos juegos japoneses provocaría que la compañía saliera de números rojos y los inversores quedaran lo suficiente satisfechos para garantizar una mayor inversión, garantizando que Activision lanzara en 1994 Pitfall: The Mayan Adventure, una secuela del viejo juego para Atari 2600 de los fundadores de Activision que, a pesar de ser un juego excepcional, no consiguió todo el éxito deseado porque quieras que no al grueso de los chavales que estaban jugando en Supernintendo y Megadrive en aquellos tiempos ni les sonaba el tal Pitfall.

Pitfall para Megadrive, unos pasitos más allá de Atari 2600.

Aun así y mientras sus desarrollos internos trataban de abrirse paso en el mercado a duras penas, Activision empieza a labrarse una reputación como distribuidora solvente, consiguiendo hacerse con títulos como Blood Omen: Legacy of Kain o Hexen II, secuela del juego de Raven Software editado por id Software en 1997, dejando a la editora lo suficientemente contenta como para encargarle la distribución de Quake II y convirtiéndose así en la distribuidora por defecto de la gran desarrolladora de PC de la época. Ésto, sumado a los contratos de distribución de juegos japoneses y el desarrollo de algún port recuperó la marca Activision para el gran público y que para el arranque del nuevo siglo Activision empezara una carrera desbocada por adquirir desarrolladoras, tomando así el control de compañías como Raven Software ya en 1997, Neversoft y su Tony Hawk Pro Skater en 2000 o Infinity Ward en 2003, formada por los antiguos desarrolladores de Medal of Honor para Electronic Arts. No contentos con esto y con la mentalidad de la «gestora de licencias» en mente, Activision también adquiriría licencias de juegos como Crash Bandicoot o Spyro, con los que se pasaría unos cuantos años sin hacer absolutamente nada. Para entonces Activision ya se había ganado la reputación de monstruo devorador de almas, comprador compulsivo y enterrador de desarrolladoras, a pesar de que justo en ese momento llegó su mayor éxito de la mano de Infinity Ward: Call of Duty.

Call of Duty era ese juego al que M’Rabo le gustaría ganar pero en el que siempre perdía. Contra mí, por supuesto.

Call of Duty es un monstruo, un auténtico demonio. Creado como juego de tiros para PC en 2003, la franquicia no tardaría en lanzarse para consolas y consolidarse como el juego multiplataforma más vendido año tras año, por encima de colosos como FIFA, siendo una cita anual obligada para multitud de jugadores y en la vaca lechera principal para la compañía. Sin embargo, la consolidación de CoD como semejante monstruo todavía no se había dado a mediados de la primera década de este siglo, momento en el cual Activision empezaba a verse en serios problemas por no haber sabido adaptar sus licencias a la nueva generación de consolas que conformaban Xbox 360 y PlayStation 3. En un momento en el que el PC estaba en completa decadencia y hasta se consideraba que la propia plataforma estaba muriendo, Activision solo tenía como gran baza el juego musical Guitar Hero, pero era muy consciente de que la moda musical terminaría más pronto que tarde y las perspectivas no eran nada halagüeñas, había que buscar por donde crecer… Y entonces Bobby Kotick miró hacia Blizzard.

Y no, nada volvió a ser lo que era.
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