Icono del sitio BRAINSTOMPING

De lo autoconclusivo al culebrón: Deskandorizando los cómics (II)

Ayer hablábamos sobre historias postapocalípticas que ya estaban muy gastadas y planteábamos la duda sobre la posibilidad de que más allá de que el tipo de historia en sí estuviera gastado, tal vez los formatos en los que se realizan,  tan influenciados por el estándar de escritura cinematográfica, está suponiendo uno de los mayores problemás del género superhéroico.

«Usamos el mismo manual y ya vale, que total tanto dará una cosa que la otra…»

Y es que si siempre trabajas con el mismo formato, las historias que puedes contar son limitadas. Pasaba en los tiempos del cómic de 24 páginas, en las que muchos guionistas empezaban a darse cuenta de lo difícil que era escribir variaciones sobre la forma en la que Flash puede detener a un atracador o Superman puede evitar que Brainiac meta Metropolis en una botella. Sin embargo, por más que algunos se empeñen el cómic de superhéroes en particular y el cómic en general no viven en el vacio, y las influencias ajenas se notan lo más grande, sobre todo en el mundo globalizado en el que vivimos. Durante los últimos veinte años la influencia principal que ha tenido el género ha sido el cine y el manga, dando lugar al dichoso «cinematic storytelling» que en realidad no deja de ser un estilo más visual heredero de la experiencia de Miller con el propio manga o Eisner (y tantos otros de su generación) con el cine; ésto de por sí no debería ser malo si al cómic se le concediera mayor espacio, pero se sigue trabajando con una cantidad de páginas en absoluto equivalente a la del manga. Y es que si el género estaba prisionero de las 20, 22 o 24 páginas -ahora 18- se ha vuelto a meter en otro callejón sin salida, el del tomo recopilatorio.

Ojo que el manga también tiene su encorsetamiento, pero sus tomos suelen ser de 200 páginas mientras que los TPB americanos suelen funcionar de seis en seis, unas 120 páginas.

Comentaba ayer la equivalencia entre lo que ocupa un guión de cine y el guión de seis números de un trade paperback americano, de como el formato encorseta el tipo de historias que puedes contar, y esto no es algo que le haya pasado solo al cine, porque a la literatura ya le pasó con el folletín -que no eran más que novelas serializadas que poco a poco se adaptaron al estándar serializado, forzando situaciones que se resolvían en cada capítulo- y al teatro en su traslación al cine, que por razones técnicas en un principio solo podía tener historias muy cortas. Del mismo modo tenemos la aparición del cómic en las tiras de prensa y sus situaciones que se resolvían semanalmente, dejando el clímax para los Sundays en el caso de que los tuvieran. De repente, casi toda la ficción «popular» se basa en pequeñas píldoras, y las historias que nacen de ellas son más directas, menos complicadas (que no peores, ojo) de lo que podrían ser. La sociedad concibe estos productos como ficción de asimilación rápida que educa rápidamente al consumidor de cara a buscar algo más «elevado». Y así es como acabamos llegando al largometraje -que ya es tomado como algo serio- y se da el absurdo de que el comic book nunca será tomado en serio -pero si el álbum, supongo que porque lleva tapa dura-.

Que ojo, las tiras como se publicaban en periódicos ya eran tratadas como algo más serio… Que muchos de sus creadores se consideraran «titiriteros» y no artistas ya es otra historia.

Porque el cómic book empieza como recopilatorio de tiras de prensa, pero pronto empieza a explorar el formato de las historias de ocho páginas comenzando una evolución que lo llevará a las 22 páginas mensuales; la magia del cambio de formato vuelve a darnos otro producto diferente que en esencia es lo mismo, pero la visión del público cambia y con ello el tipo de historias que se cuentan en él. Del mismo modo, el cine empieza a darle dolores de cabeza a los proyeccionistas alargando la duración de cada película obligándolos a cambiar de rollo a mitad de proyección, con lo que por fin llegamos al largometraje y un acercamiento más lento en el relato, más estructurado. Así, y aunque la mentalidad tanto del largometraje como la del comic book sigue siendo la de crear historias autoconclusivas, el producto es radicalmente distinto a los seriales cinematográficos y radiofónicos, que exploraban tramás extensas que enrevasaban hasta el infinito. Y, por supuesto, ese denostado formato serializado no gozaba del mismo prestigio que el cine.

A ver, repite conmigo «SON TE-BE-OS», ¡nada de novela gráfica!

Aun así, el cine tenía mucho que aprender de ellos; Y es que aunque estaban lejos de explotar todas las posibilidades de contar una historia «infinita», los seriales radiofónicos solían establecer una historia autoconclusiva en cada capítulo y si acaso dejaban en segundo plano una «subtrama a largo plazo»; en un capítulo podrían contarte que al protagonista le intentaban echar del trabajo injustamente y para el final del capítulo conseguía reivindicarse y mantener su puesto, pero a la vez se mostraba lo enamorado que estaba de una chica a la que no le hacía caso y con la que seguramente se acabaría casando en el último capítulo tras acabar con el villano que les había estado haciendo la vida imposible cada semana con un plan más absurdo.

La evolución del carácter de los tripulantes de la Enterprise venía más por la construcción de su personalidad que iban haciendo los guionistas que por una decisión premeditada.

Todo este modelo se seguiría aplicando a rajatabla con la llegada de televisión, porque puede que en el centro de la trama de El Fugitivo Richard Kimble estuviera intentando detener al malvado manco que había asesinado a su señora, pero en realidad la serie iba sobre un tipo que iba dando tumbos y desfaciendo entuertos. Lo mismo podía decirse del Equipo A y el crimen que no habían cometido o de la Galáctica tratando de llegar a la Tierra; imperaba el modelo de series autoconclusivas, «procedurales» y esa será la tónica habitual hasta bien entrados los noventa. Sin embargo, y sin salir de la televisión, como siempre el género más denostado era el que estaba haciendo experimentos más interesantes: los culebrones.

Siempre hablamos de EEUU, por supuesto. Que otros estaban haciendo películas «serializadas» casi desde que se inventó la televisión.

Las «soap operas» eran herederos directos del culebrón radiofónico y los folletines románticos, y durante los primeros años de la televisión habían mantenido más o menos una fórmula muy parecida, sin cambios. Sin embargo y a medida que las series se alargaban -algunas como The Guiding Light empezaron en los 50 y no terminaron hasta hace bien pocos años- las necesidades de producción y el vaivén de actores, sumados a su envejecimiento y embarazos, obligaban a que los personajes fueran evolucionando, a que tuvieran hijos, a que sufrieran traumas que los sacaran de la serie durante largos periodos de tiempo y a que la serie fuera cambiando. Y es que a diferencia de la radio donde era más fácil falsearlo todo, en televisión los productores se las veían y se las deseaban para mantener la serie lo más estática posible -porque siempre había miedo a tocar algo, no sea que perdieran esa «magia» que les estaba dando el éxito- cambiando actores sin dar la más mínima explicación -y cuando las daban era a través de truculentas operaciones de cirugía estética- y demás chapuzas que nunca acabaron de funcionar. Finalmente y con el boom de las «soap opera» de los 70, el género asumió la realidad de que los actores se hacen mayores y decidió dejar que los personajes crecieran… Lo cual, al margen de que los guiones se hicieran de un día para otro y todo fuera tremendamente chapucero, era una novedad en la ficción y algo que le encantó a la audiencia; y es que sorprendentemente, el cambio también vende, no siempre es un veneno para la audiencia.

Se ponga como se ponga MRabo, los ochenta fueron un maldito infierno.

Las series de televisión de los 80 como Hill Street Blues -conocida aquí como Canción Triste de Hill Street, pedazo de traducción oiga- fueron muy conscientes del valor de ese cambio, y Steven Bochco muy habilmente le coló a la NBC una serie que en principio parecía un procedural del día a día de una comisaría de policía pero que acabó siendo más sobre los personajes y su evolución personal. Sin embargo, puede que para la gente de la caja tonta de EEUU fuera tremendamente revolucionario, pero para entonces Chris Claremont ya estaba haciendo Uncanny X-Men y ya todo había saltado por los aires en el género de superhéroes…

Si a Claremont le daba por dejar una trama colgada durante cuatro años la dejaba, que ya lo retomaría tranquilamente y nos dejaría a todos encantados.

Porque ya en los 60 Jack Kirby había buscado el cambio, pero eran cambios en el status quo de los que Stan Lee nunca fue muy partidario. Y aun cuando se daban esos cambios como el que Reed y Sue se casaran o sustituir a la mayor parte de los miembros de los Vengadores, el formato seguía siendo el mismo, con historias autoconclusivas o que a lo sumo se resolvian en dos o tres números. Sin embargo, en la segunda mitad de los 60 y con la llegada de Galactus, en Fantastic Four tenemos una historia que se extiende a lo largo de varios números con Wakanda, los Inhumanos y el susodicho devorador de mundos. Por otro lado teníamos a Steve Ditko haciendo crecer a Peter Parker y evolucionar al resto de sus secundarios en el mismo formato encorsetado, pero con historias a largo plazo, villanos en la sombra que acaban desenmascarándose meses después y demás. Algo estaba cambiando en un género de superhéroes que empezaba a trascender las veintipico páginas.

Salir de la versión móvil