Hay juegos que tocan nuestra infancia, nuestra juventud o nuestra senectud directamente. Juegos que nos marcan para toda la vida, y con los que nunca podremos ser imparciales. Sólo cuando dejamos pasar los años y volvemos a ellos, con la perspectiva que dan los años, podemos enfrentarnos a ellos de una forma parecida al que lo juega por primera vez. Hace años hice eso mismo con Final Fantasy VI, y a algunos no les sentó nada bien. Hoy lo hago con Final Fantasy X, pero con la diferencia de que este juego sí que no lo jugué en aquella época, porque para entonces el JRPG era para mí ya algo del pasado.
Y es que, por encima de que a FFX se le notan más los años que a FFVI (que graficamente es mucho más atemporal, a pesar de que en su día ése no fuera precisamente uno de los fuertes del juego), lo que más me ha molestado de este juego son sus personajes. Para mí ha sido como un resumen de todo lo que hizo que dejara de jugar a JRPGs; adolescentes medio emos, villanos chapuceros, relaciones artificiales, diálogos sonrojantes -aunque esto en muchas ocasiones es culpa de la traducción, que le vamos a hacer- y sobre todo, una linealidad apabullante. Vamos, que si FFX no era lineal, no quiero imaginarme lo horrendo que debe ser FFXIII para que hasta los más acérrimos lo acusaran de ello.
El reparto esta encabezado por Tidus, un jugador de una versión subacuática de waterpolo -el blizball- que un mal día se encuentra con que la ciudad en la que vive es destruida por el hijo bastardo de Godzilla y Giganto. Misteriosamente, el chaval se despierta al día siguiente de mil años después, con un mundo dividido entre una facción ultrarreligiosa y mecanoclasta enfrentada a otra empeñada en recuperar todo el conocimiento posible del mundo anterior a Sin, que así se llamaba el monstruo que lleva mil años dando por saco a todo el planeta. Sin tener ni idea de que hacer de su vida y como el blitzball es lo único que conoce, Tidus se une al equipo de blitzball de Wakka -esto fue diez años antes de la canción de Shakira, entendedlo- y se une a la comitiva que escolta a Yuna, una sacerdotisa/invocadora que supuestamente va a tratar de destruir al monstruo en cuestión.
Creo que no hace falta decir que la mayor parte de los personajes son adolescentes, y que Tidus y Yuna se ponen ojitos constantemente. Que Yuna es tierna y delicada, el prototipo de doncella japonesa que llora mientras fornica y que ha alimentado los sueños húmedos de un par de generaciones de machistas perturbados. Pero eso no es culpa de FFX o de Square, ni tampoco es el tema de este artículo. Lo importante es el juego en sí, si es divertido o no. Y ahora voy a eso…
Porque si la historia es básicamente lo que os he contado y el desarrollo de personajes no va mucho más allá -porque para el final de la historia algunos personajes descubrirán el engaño al que están sometidos y blablabla, pero en lo personal no habrán cambiado mucho-, el juego va sobre seguro y es tremendamente conservador, con lo que se mantienen las mecánicas de los juegos anteriores, añadiendo eso sí el sistema de leveleo por esferas -los puntos de experiencia nos dan «pasos» a lo largo de un laberinto en el que desbloquearemos habilidades y mejoras de atributos- que no acaba de tener más interés que el tradicional sistema de leveleo lineal o uno más personalizable en el que, por ejemplo, compres habilidades en un libro de hechizos. Es más exótico y aparentemente más original, pero durante el tramo final del juego te cabreará bastante más porque no te lo pone nada fácil el acceder a ciertas habilidades.
Pero lo que más me ha molestado de este juego está en que prescinde del mundo abierto que ha venido caracterizando a la serie desde sus inicios, con lo que cuando al final del juego te dan la nave para moverte a placer por donde quieras -y digo al final final, cuando sólo te queda el último malo por matar-, lo único que tienes es un listado de coordenadas en donde aterrizar, y no te permite pilotarla a placer. Es cierto que esto en otros juegos era sólo una ilusión -en el fondo el mapa de FFIV era exactamente esto mismo pero con las coordenadas repartidas por un mapa totalmente vacío- pero a uno le gustaría ver como la hipotética ilusión se hace realidad, no que se la carguen para ser un poco más «honestos».
Final Fantasy X supondría el final de la era Sakaguchi en la serie, y tendría tanto éxito que acabaría siendo la primera entrega de la serie que tuviera una secuela. Sin haber jugado mucho a Final Fantasy X-2 tengo que reconocer que, aunque la historia del original me pareciera un coñazo insufrible y esta segunda parte sea completamente delirante, he visto una serie de novedades en la mecánica de juego que me han parecido bastante interesantes. En su día X-2 tuvo una recepción bastante fría por parte de los fans, pero vete tu a saber si con una historia que no se toma tan en serio y con un combate que introduce novedades al patrón original que se había mantenido desde FFIV/VI -no añado el V porque lo de los trabajos no pareció calar mucho- lo mismo estamos ante un juego mucho mejor, aunque sólo tenga tres personajes. Y ojo, que el combate en FFX se me hizo bastante más atractivo que el de sus antecesores en PSX desde el momento en el que te permitía cambiar un personaje por otro en la reserva en cualquier momento, lo cual te obligaba a no discriminar a tus personajes tanto como los discriminan los propios guionistas del juego.
Final Fantasy X saldría en Europa en mayo de 2002, el mismo mes en el que salía a la venta The Elder Scrolls III: Morrowind. Creo que aquel año fue algo así como el relevo entre dos formas de ver el RPG, porque Morrowind fue uno de los primeros RPGs de PC que se portearon a consolas, provocando lo que años después sería el estreno de la 360 con Oblivion y el fenómeno que viviríamos años después con Skyrim, mientras Final Fantasy pasaba a un discreto segundo plano con su decimotercera entrega. Si Final Fantasy VI estableció una especie de «patrón oro» de lo que sería la serie y que a largo plazo acabaría lastrándolo, Final Fantasy X está considerado como su último gran éxito, el último juego en conseguir nueves y dieces indiscutibles a pesar de todo.