Lo de las precuelas lo carga el diablo, y éso ya pudimos verlo bastante bien claro con cierta entrega de cierta saga galáctica que precisamente cumple veinticinco años este año, igual que Godzilla/Gojira también cumple setenta. Sin embargo, la idea de hacer una película del lagarto mutante antes de la entrega original, situada en los cincuenta, me resulta bastante más atractiva de lo que uno pueda pensar en un principio; después de todo, el motor principal de las películas de Godzilla en aquellos tiempos era el terror nuclear, una especie de exorcismo colectivo de los horrores que habían visto los japoneses al sufrir en su propio territorio los dos únicos bombardeos nucleares de la historia. Que, ya que estamos, considero que ambos fueron sobre población civil, porque aunque hubiera objetivos militares de por medio, no puedes tirar semejante abominación sobre una ciudad y considerar que los civiles son «daños colaterales». Pero volvamos a Godzilla…
El que esta entrega empiece durante la segunda guerra mundial hace que la metáfora original sea bastante más literal, mostrándonos a un piloto kamikaze (Koichi Shikishima) escaqueándose de la misión suicida que le habían encomendado y refugiándose en una aeródromo en una isla cercana por «un fallo técnico». Consciente de que la guerra está más que perdida, Koichi no ve sentido a matarse inutilmente, y cuando los mecánicos de la isla descubren que el avión está perfectamente y empiezan a echarle en cara su cobardía -o más bien, su falta de estupidez- de repente suenan todas las alarmas y algo terriblemente grande aparece en escena: Godzilla. El que el monstruo aparezca tan pronto en la película es toda una declaración de intenciones y a la vez algo extraño, pero lo acabamos entendiendo todo rápidamente cuando entendemos que Godzilla esta vez no es tanto una metáfora sobre la bomba atómica como sobre el trauma colectivo de Japón al descubrir que habían perdido la guerra y lo que es peor, que nunca fueron el bando de los buenos. El Japón que se encuentra Shikishima al volver a casa es un barrio chabolista, completamente destrozado, en el que todos sobreviven como pueden y aceptan el trabajo que sea con tal de sobrevivir. El que la relación de los protagonistas sea completamente casual y más nacida de la necesidad que de una atracción romántica per sé, sumado a los reproches que sufre Shikishima cuando la gente se da cuenta de que se acobardó ante el suicidio, no hacen otra cosa que transmitir el dolor y frustración de un pueblo japonés que todavía no se cree que haya perdido una guerra o las atrocidades que hizo su bando por media Asia. Y la película va precisamente de eso, de los japoneses tratando de cerrar esas heridas.
Lo que la película escrita y dirigida por Takashi Yamazaki consigue es reformular la metáfora de Godzilla con un presupuesto ridículo (10 millones de dólares) que lo fuerza a sacar a Godzilla lo mínimo posible, pero a la vez consiguiendo que su aparición en momentos claves sea determinante. Ésto no quiere decir que estemos ante una versión descafeinada del monstruo como la de Gareth Edwards de 2014, en la que el monstruo era más un telón de fondo de los dramas personales de los protagonistas que un protagonista, porque Godzilla no deja de ser un estrés postraumático muy presente que asoma constantemente a lo largo de la película, simbolizando el dolor propio de uno y el colectivo de todos, pero que revienta edificios que da gusto y no se corta un pelo en tirar rayos de fuego mientras se enciende como un árbol de navidad. Y todo esto lo vemos con un guión que va construyendo personajes uno a uno, haciendo que Shikishima vaya haciendo amigos y reconstruyendo su vida sin darse cuenta, hasta que el monstruo vuelve y todo lo que se ha logrado parece a punto de desaparecer de nuevo. Es la historia del Japón de posguerra, ese anterior al milagro económico y el gigante tecnológico, el que no se suele mucho más allá de las primeras películas de Kurosawa y que en realidad es tan influyente en el carácter japonés tal y como lo conocemos, hasta el punto de que el manga no sería el manga si no fuera por la escasez que se vivió por aquellos años.
Pero que nadie se engañe, Godzilla sigue siendo el de siempre, el lagarto cabreado porque le han tirado una bomba atómica encima y ni corto ni perezoso decide cargarse Japón entero, con la película muy convenientemente recordándonos que en esa época Japón es prácticamente un protectorado de EEUU que acaba de abolir su ejército. Japón no puede defenderse del monstruo y EEUU se niega a hacerlo por miedo a una escalada bélica con la URSS, por lo que la única forma que tienen las autoridades japonesas para defender a la población de la criatura es a través de armamento que estaba en el desguace. Y es precisamente la forma en la que arriman el hombro unos y otros por reconstruir su sociedad y enfrentarse el monstruo la gran hazaña de la película, porque nos muestran un plan completamente imposible en el que todos se vuelcan aun sabiendo que hace aguas por todas partes. Pero supongo que ahí precisamente reside la magia del cine, de llevarnos a una situación absurda y aun así que nos la creamos, que nos la traguemos porque queremos que los personajes salgan adelante, que triunfen y puedan seguir con su vida. Godzilla Minus One no es una celebración del espíritu nacional japonés, ni mucho menos, pero si que da algo de repelús el momento en el que algunos personajes dicen frases como «esta guerra si que la vamos a ganar». Poco hemos avanzado si Japón sigue considerando que perdió esa guerra, porque de haberla «ganado» habría perdido su propia alma. Pero qué sabré yo…