A principios de los 70 Frank Miller conocía una verdad universal, que Neal Adams era el mejor dibujante de la historia. No había duda en ello, podía estar John Buscema, Gil Kane y todos los demás, pero el mejor, de lejos y sin el menor asomo de duda alguna, era Neal Adams. Y entonces conoció a un nuevo dibujante que le entusiasmó. Me corrijo, le flipó. Porque Frank Miller siempre fue un tipo muy apasionado, y si a los catorce años todos somos un poco flipados, el bueno de Frank iba mucho más allá. Amaba los cómics como si no hubiera otra cosa que amar en el mundo, aunque también amaba el cine y las novelas de serie negra. Miller tenía pasión de sobra para todas esas cosas, pero aquel dibujante lo volvió loco del todo.
Aquel tipo dibujaba historias de serie negra, que ya digo que era otra de sus pasiones, y lo hacía convirtiendo al propio cómic, a la página, en un elemento más de la historia. La forma en la que dibujaba los personajes y la ciudad te hacían creer que eran un solo elemento, te hacían pensar que el cómic estaba para esto. No había ningún otro medio que fuera capaz de contar una historia de la forma en la que la contaba Will Eisner, aquel recién llegado de… ¿1953? Aquello fue todo un shock, vaya que sí. Aquel tebeo era casi tan viejo como él y nunca había oido hablar de ese autor, ¿cómo es que nadie le había hablado antes de él? ¿Acaso nadie lo conocía, lo acababa de descubrir? En ese momento, para Frank Miller empezaron dos carreras frenéticas a la vez, la primera consistió en buscar todo lo que hiciera ese tal Will Eisner y leerlo, la segunda en copiar absolutamente todo, asimilarlo y dibujar hasta que fuera capaz de hacerlo como él. La búsqueda de cómics de Eisner lo llevó a conocer a otros autores de los cincuenta, autores malditos de extraños tebeos anteriores al Comics Code Authority, a descubrir la EC y a todos aquellos autores que como mucho ahora los conocía por MAD. Fue en aquel momento en el que en Frank Miller se solidificó una determinación que guiaría su futuro el resto de su vida: iba a hacer cómics.
Poco más de cinco años después y con unos veinte años de edad, Frank Miller llegó a la ciudad de sus sueños, Nueva York, y le pidió trabajo a aquel mejor dibujante de la historia, Neal Adams. Adams por aquel entonces ya tenía su estudio de Continuity Associates junto a Dick Giordano, y aquello se había convertido en la principal cantera de autores de las dos grandes de EEUU, Marvel y DC. Adams recuerda a Miller como un tipo escuchimizado que dibujaba realmente mal y tenía un portafolio nefasto como para trabajar en el cómic de superhéroes -no había un solo superhéroe, solo héroes con gabardina al estilo de Spillaney y Dashiell Hammett- pero que a pesar de todos esto soportaba estoicamente todos los rapapolvos que Adams le lanzaba, tras lo que le daba las gracias por su tiempo y acto seguido cogía un autobús para recorrer cientos de kilómetros para volver a su casa. Lo normal es que después de recibir semejante varapalo a su orgullo profesional Miller tirara los lápices a la basura y se pusiera a preparar unas oposiciones, pero Frank Miller tenía una determinación de titanio que provocó que volviera una y otra vez donde Adams, que se sorprendía al ver como el cabrón iba asimilando todas las lecciones y consejos de Adams hasta el punto de que realmente estaba aprendiendo a dibujar cómics. Para cuando consiguió sus primeras chapucillas como profesional no es que fuera un gran ilustrador, pero el condenado tenía cierta mano como narrador y su tenacidad aseguraba que tenía proyección.
Con veintitres años, a finales de 1980, Frank Miller se convierte en el guionista y dibujante de Daredevil. Para entonces llevaba más de año y medio dibujando la serie tras la marcha del autor que había dibujado casi toda su trayectoria, Gene Colan, y aunque sí que había metido mano en algunas de las historias de Roger McKenzie, su debut oficial lo realizaría en el número 168, con la presentación de la asesina ninja Elektra. El Miller que escribe ese cómic es uno que ya ha superado una fase dominada por sus mentores Adams y Eisner y empieza a tener una gran influencia por una de sus nuevas pasiones en aquel momento, las historias de samurais, el cine japonés ultraviolento, el manga. Uno para ser exactos, El Lobo Solitario y su Cachorro de Kazuo Koike y Goseki Kojima. Miller devora ese cómic en japonés y empieza a experimentar; para entonces Miller ya es un profesional consagrado que no se limita a copiar lo que ve tanto como intentar asimilarlo, entenderlo y hacerlo suyo. Los años ochenta serán años de cambios para los cómics de superhéroes, y entre todos los grandes nombres de la década destacarán nombres como el de Alan Moore, que marcaría la historia de DC Comics para siempre hasta convertirla en una repetición de sus propios cómics durante los cuarenta años posteriores (y así seguimos). La influencia de Moore también se notaría en Marvel, pero todos sabemos que el caso de Marvel es más complicado, porque hay varios nombres propios que le dan su identidad a la editorial durante todos aquellos años.
Sin embargo, si uno de ellos tiene un reconocimiento equivalente que la marcó para bien o para mal, ése es Frank Miller. Durante su etapa en Daredevil aparecieron multitud de imitadores y homenajeadores, de gente que, como él, asimiló su trabajo tratando de conseguir algo nuevo. Miller nunca fue un dibujante o un guionista perfecto, no era un Alan Moore que dibujara como Neal Adams, pero no paraba de trabajar, de experimentar y a ratos hasta parecía que sus cómics estaban por delante de su época (y lo están y lo estaban, no nos engañemos). Muchas reseñas de la época destacan la extremada violencia de sus cómics pero sin darse cuenta de que la violencia que muestran era la misma que podían encontrarse en el número de ese mes en Spiderman o en Batman, la gran diferencia estaba en cómo era contada. Frank Miller era distinto y hacía que sus cómics no parecieran un más de lo mismo, y por eso Frank Miller se convirtió en uno de los grandes de su época. Por no parar de currar, de pensar, porque llegado el momento decidió que le daba absolutamente igual que los lectores consideraran que su «nuevo estilo» era más feo. Lo importante era la historia que quería contar, no lo que se parecieran sus dibujos al naturalismo mal entendido de otros autores.
Hace más de diez años escribí por estos lares una serie de artículos en los que repasaba un mes entero de tebeos de la DC Comics intentando ver hasta que punto había influenciado Alan Moore en la editorial, y pienso hacer lo mismo con Miller y Marvel. Eso sí, hay que reconocer las diferencias, porque en octubre de 1980 Marvel ya estaba en plena era Jim Shooter, una auténtica edad de oro, y durante esos treinta días se publican auténticos clasicazos de la historia del género. De algunos de estos cómics ya hemos hablado más de una vez y hasta la náusea, pero no por ello nos hemos cansado ni debemos cansarnos de hacerlo. Así que mañana mismo empezaremos este repaso por la puerta grande, porque empezamos por uno de los mejores cómics de la historia del medio, el número 141 de The Uncanny X-Men. Y a ver si soy capaz de decir algo de ese cómic que no hayamos dicho doscientas veces ya.