Una de las cosas más trágicas de las guerras mundiales fue la forma en la que segaron por completo las vidas de montones de autores jóvenes y talentosos. Países como España o Alemania se encontraron con una industria del cómic completamente cercenada, mientras otros de allende los mares como EEUU tuvieron pérdidas, sí, pero no tuvieron que reconstruir toda su industria. Y a pesar de que Japón se metió en todos los saraos posibles durante la era Meiji y los inicios de la Showa (más conocida por estos lares como el reinado de Hirohito, otro de los aliados de Hitler que murió en la cama) apenas se habla de cómo la guerra cercenó por completo un estilo de cómic japonés más adulto, más satírico y ácido con el poder que lo había acompañado desde su nacimiento.
Y es que tras la apertura de Japón al resto del mundo con la diplomacia a cañonazos del Comodoro Perry de la marina de los Estados Unidos en 1853, Japón se ve envuelto en un periodo de transición acelerada del feudalismo a la Revolución Industrial que lo fracturará socialmente por completo. Perry y el resto de los occidentales no tienen ningún interés en mantener la estabilidad del país, solo buscan explotar colonialmente el país y convertirlo en su centro de comercio frente a las colonias británicas en China y el resto del sudeste asiático. El conflicto entre «tradicionalistas» y aperturistas encabezado por el emperador llevará a un periodo de guerras conocido como el Bakumatsu hasta la consolidación del Emperador Mutsuhito y la caída del Shogunato. A lo largo de ese periodo de occidentalización el bombardeo propagandístico occidental será constante, con lo que a Japón llegarán dibujantes occidentales trayendo la tradición gráfica de sátira política a las islas. Dos de los máximos exponentes de la época serían el corresponsal de Illustrated London News Charles «Wakuman» Wirgman (1835-1891) y más tarde el francés George Bigot. Wirgman se integraría completamente en la cultura japonesa y hasta empezaría a vestir ocasionalmente a la manera nipona, hasta el punto de que sus compatriotas decían que se le podía confundir perfectamente con cualquier «chinaman». Obviamente para sus racistas compatriotas lo único que veían era como su paisano se había «asalvajado», con lo que no eran capaces de ver tanto cómo el propio Wirgman estaba occidentalizando a los japoneses a marchas forzadas.
Y para ello abrió en Japón su propia versión del Punch británico, la revista satírica londinense fundada en los años cuarenta y que podría considerarse como la primera revista de cómics de la historia (otro día discutimos la definición de cómic, hoy me da un poco de pereza). Fuera de debates, lo que es innegable es que Punch dio lugar a la popularización del chiste gráfico llamado «cartoon» más allá de sus inicios en periodicos de finales del XVIII, bautizándolo como tal y consolidándolo como una parte integral de la cultura del Imperio. Wirgman creó su versión de la revista un año después de su llegada a Japón, en 1862, bautizándola como The Japan Punch y dirigiéndola a la comunidad extranjera en Yokohama, la ciudad en la que vivía. Los textos eran completamente ombliguistas y racistas, hablando fundamentalmente de los asuntos de la comunidad occidental de la ciudad y mostrando a los nativos solo como paletos que se asustan por ver una bicicleta. Wirgman mantendría su revista hasta 1887, enseñando arte occidental a autores japoneses como Goseda Yoshimatsu o hasta el mismísimo futuro Almirante Togo Heihachiro, el héroe de la marina imperial que provocó la primera derrota de un ejército occidental contra uno oriental en la guerra ruso-japonesa de 1904.
Y si la influencia de la revista y enseñanzas de Wirgman se habían notado bastante por la época y los propios japoneses empezaron a traducir el The Japan Punch a pesar de sus «asperezas», la versión francesa del mismo inaugurada por George Bigot en 1887 bajo el título de Tôbaé fue mucho más allá. Bigot directamente firmaba sus obras con ideogramas japoneses (Bi-Ko, hermoso y bueno), se vestía con kimono en su vida diaria y hasta se casó con una japonesa. Bigot también era un pelín racista y machista, porque mientras veía bien y de forma un tanto paternal los pasos de los japoneses hacia la occidentalización, rechazaba de pleno el mismo camino para las japonesas, que consideraba que debían permanecer en el estado (esclavo) anterior a la apertura, dibujándolas como si fueran macacos vestidos de señora. Y aunque se molestó en hacer que sus tiras fueran legibles por los japoneses incluyendo traducciones en las mismas y enviándoselas a diarios japoneses, como más destacó fue como provocador, porque no se cortaba un pelo en cargar contra organismos y cargos gubernamentales contra los que decir algo negativo estaba completamente prohibido por las autoridades del país. Tras influenciar tremendamente a los dibujantes del país durante sus años en Japón, cuando el gobierno imperial decidió frenar la occidentalización y darle condiciones más restrictivas a las empresas extranjeras en el país a Bigot se le pasó su amor por Japón y su esposa japonesa y se volvió para Francia, divorciándose de su sufrida señora y llevándose al retoño de ambos.
Sin embargo y más allá del feo de Bigot a su señora, lo cierto es que la influencia de este y sobre todo de Wirgman cambió el panorama editorial del archipiélago. En 1877 por inspiración en el Japanese Punch de este último provoca la aparición de Marumaru Chimbun, una revista dibujada al estilo inglés pero con chistes y una identidad completamente japonesa, escrita en japonés y dirigida al público de las islas. Mezclando el uso de bocadillos de Wirgman y las secuencias de imágenes de las tiras de Bigot, Marumaru Chimbun podría considerarse como la primera revista de cómic genuinamente japonesa, pero que en aquel momento todavía nadie la hubiera llamado ni cómic ni manga, si no solo «cartoon». Y precisamente es en ese ambiente en el que nace Rakuten Kitazawa en 1876 y se educa como artista, trabajando para una revista americana en Japón llamada Box of Curios y tratando de especializarse en el cartoon, descubriendo las primeras tiras de prensa estadounidenses y creando en 1902 el primer cómic japonés serializado que mantenía sus protagonistas: «Tagosaku y Mokube de visita en Tokyo» (Tagosaku to Mokube no Tokyo Kembutsu) se públicó en el suplemento dominical a color Jiji Manga. Y sí, ahí es donde empieza a considerarse a los cómics japoneses como «mangas», siendo Kitazawa el primero en calificarlos como tales. Influenciado más por Bigot que por Wirgman y tratando en exceso de imitar el cartoon, Kitazawa no usa bocadillos en su serie, que aun así lo convertirá en un autor famoso que hasta podrá crear su propia revista tres años después, Tokyo Puck.
El éxito de Kitazawa, que en buena parte deriva de la inspiración en tiras americanas como The Katzenjammer Kids o Mutt & Jeff, provoca el primer gran estallido de popularidad del cómic en Japón. Rebautizados los cartoons por el propio Kitazawa como «mangas», multitud de autores surgen durante los veinte años posteriores, aprovechando los aires de libertad que se dan en el país bajo la fachada de la modernidad. Así, el manga infantil y más inocente comienza a dar pasos de gigante en su popularidad bajo las cabeceras de editoriales como Kodansha, pero también el cómic satírico del siglo anterior continúa su evolución crítica con la sociedad de su tiempo, llegando a incluir mensajes completamente marxistas y revolucionarios que no le harían ni pizca de gracia a la incipiente dictadura militar que acabaría haciéndose con el control del país a finales de los años veinte, comenzando una represión demoledora que duraría hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Nada quedaría de aquellos autores críticos con el poder, comunistas, libertarios y hasta picantones sobre los que el régimen habría pasado por encima, torturándolos y obligándolos al destierro profesional cuando no al literal. El que no se uniera al régimen y apoyara fanáticamente el esfuerzo bélico no tenía lugar en el mundo del manga ni en las editoriales que lo publicaban, con lo que una generación quedó completamente condicionada y mermada por la dictadura.
Tras la guerra, las editoriales de manga se encontraron una situación desoladora en la que los potenciales lectores no tenían dinero para comprar sus productos, con lo que se empezaron a abrir camino multitud de pequeñas editoriales independientes que vendían publicaciones más pequeñas, de papel monstruosamente malo y barato. Los autores, novatos en su mayoría, apenas cobraban pero tenían una libertad creativa total y absoluta, con lo que una nueva generación empezó a destacar y para 1947 un joven estudiante de medicina llamado Osamu Tezuka publica «La Nueva Isla del Tesoro» (Shin Takarajima), un cómic guionizado por Shichima Sakai que se convierte en el primer gran éxito del cómic japonés tras la guerra. En Japón seguía siendo la era Showa, pero en el mundo del manga había comenzado la era del Dios del Manga.