Siendo como es esta semana la anterior a los premios Oscar y teniendo en cuenta que aquí teníamos una larga tradición por hacer una porra sobre los mismos (rota de mala manera por el mal perder, todo hay que decirlo) con la que divertíamos a niños y mayores, se me hace raro que no hayamos hablado nunca sobre cómo se inauguraron estos premios, de dónde vienen, su historia. Todos damos por hecho que son una de tantas ceremonias publicitarias, de autopromoción para la propia industria del cine, pero aun así pues oye, como que tienen una historia curiosa que merece la pena echarle un vistazo.
Conocidos oficialmente como los «Premios de la Academia», para hablar de los orígenes de los Oscar no tenemos otra que hablar de la creación de la propia Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas, una organización creada por los productores de los grandes estudios de la época bajo sugerencia de Louis B Mayer, un bielorruso nacido como Lazar Meir en 1885 cuya familia emigró dos años después a EEUU para dedicarse a la chatarrería. Mayer no tardaría en ahorrar lo suficiente como para comprar su propio cine en 1907 y cinco años después tomar el control de la mayor parte de los cines de toda Nueva Inglaterra, llegando a perpetrar prácticas monopolísticas en 1915 como adquirir los derechos en exclusiva de El Nacimiento de una Nación de David Wark Griffith. Consciente de que necesitaba crecer, Mayer no tardaría en diversificar su negocio y crear una agencia de representación dos años más tarde, mudándose a Los Ángeles en 1918 para crear su propio estudio, la Louis B Meyer Pictures Corporation.
El éxito del estudio no fue lo suficientemente grande como para convertirse en uno de los grandes, pero si que tuvo un crecimiento constante hasta el punto de que para 1924 Meyer pudo ingeniárselas para fusionarlo con Goldwyn Pictores y Metro Pictures, creando la Metro-Goldwyn Meyer, un gigante que para 1927 se había convertido ya en el estudio más importante de Hollywood. Un pez gordo como él necesitaba un casoplón a medidad, por lo que decidió encargarle al jefe de diseño de su estudio, Cedric Gibbons, la realización de su nueva morada familiar, y fue precisamente en ese momento, cuando Gibbons le entrega los planos y le pone en conocimiento que, si quiere tenerla cuanto antes, más le vale no contar con los trabajadores habituales, que tiene que contar con mano de obra «alternativa» a la de Hollywood. Porque los trabajadores tienen su propio sindicato que regula salarios y jornadas de trabajo, y si Mayer quiere tenerlos trabajando las 24 horas por cuatro gordas, más le vale buscarse trabajadores no sindicados. Mayer lo hace y tiene su casa enseguida, pero pronto se da cuenta de que eso de los sindicatos son un jodido peligro, ¿que pasaría si los directores de cine, guionistas y personal técnico se sindican? ¿Qué podría pasar si los actores dejaran de ser propiedad de los estudios y pasarán a tener carta de libertad para negociar o lo que es peor, tuvieran derechos? Algo había que hacer o esto acabaría como su Rusia natal, llena de rojos y comunistas, ¡los malditos guionistas de la Costa Este ya tenían su propio sindicato, el peligro era alarmantemente real!
Y lo que se le ocurrió a Mayer fue crear un organismo mediador que evitara la creación de sindicatos, porque resolvería esos problemas para los que se acaban creando los sindicatos. La Academia se encargaría de resolver estas disputas y construir un telón de acero que ocultara a los juguetes rotos, a los actores drogadictos, los escándalos sexuales y los actores que tocaban el piano con el pene. Y, sobre todo, se aseguraría de que los propietarios de los estudios siguieran siendo seres todopoderosos, y todo ello bajo una fachada distinguida, intelectual, de institución de indiscutible prestigio, la Academia Internacional de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. No había mucho intelectual con birrete de por medio, pero maldita sea, el nombre era tela de distinguido y daba la estupenda imagen que necesitaban que diera el cine para evitar que el público en general se diera cuenta de que héroes como David Wark Griffith era un borracho putero o que a Chaplin le gustaban las jovencitas. Harían un banquete de vez en cuando al que irían todos los actores y productores estupendamente vestidos, se sacarían fotos y le darían la imagen al resto del mundo de que allí no se explotaba a nadie y que aquello era una Fábrica de los Sueños o una horterada parecida.
El primer banquete de la Academia Internacional de las Artes y las Ciencias Cinematográficas se realizó en enero de 1927 y Mayer y los demás productores empezaron a repartir membresías de la recién nacida Academia entre los más poderosos de Hollywood, metiendo en el ajo a algunos de los actores y directores más importantes, incluso a guionistas. Que pensaran que pintaban algo, que tenían el poder, ellos seguirían teniéndolo bien amarrado. Alguien, no se sabe, sugirió hacer un premio anual, uno a las mejores películas. Algo que anualmente demostrara que en Hollywood se hacía Arte y Ciencia, que eran humanistas, que les diera más prestigio. La leyenda cuenta que Cedric Gibbons -el del casoplón, sí- dibujó un pequeño boceto del hipotético premio en una servilleta y una académica llamada Margaret Herrick al verlo dijo «se parece a mi primo Oscar».
Fuera de leyendas, la Academia empezó a rodar aquella noche y no se tardó en elegir como primer presidente de la misma a Douglas Fairbanks, auténtica superestrella de la época que estaba casado con la actriz más famosa de la época, Mary Pickford y además era junto a ella uno de los fundadores de la United Artists, el primer estudio fundado por los creadores de las películas y no por los productores. Se ganaba la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas -alguien tuvo el buen juicio de quitarle lo de «internacional» del título, no fueran a enfadarse por ahi fuera- la imagen de ser algo realmente nacido de los creadores de las películas y no de los propietarios de los estudios, de transversalidad, y se proseguía en el empeño de escribir su propio relato de la industria del cine otorgando membresías honorarias de la Academia a gente como Thomas Edison, que decían ellos con toda la jeta que había inventado el cine (¿los Lumiere? ¿Quiénes son esos?).
La nueva academia iba a hacer honor a su nombre y crearía una escuela de cine en 1929 que estaría presidida por el propio Fairbanks y dirigida también por nombres como William DeMille -hermano de Cecil- Ernst Lubitsch, Irving Thalberg (la mano derecha de Mayer) y Darryl F Zanuck (el chico de oro de Warner Brothers). La industria cinematográfica iba a estar así dividida en cinco pares: productores, directores, guionistas, actores y técnicos, y esa realidad la iban a reflejar los premios cinematográficos que se inaugurarían ese mismo año, el 16 de mayo de 1929. Las primeras categorías de los premios de la academia serían Mejor Película, Producción única y artística, Mejor dirección de drama, Mejor dirección de comedia, Mejor actor, Mejor actriz, Mejor argumento, Mejor adaptación, Mejor dirección artística, Mejor fotografía, Mejores efectos de ingeniería y Mejor escritura de intertítulos. Los ganadores serían comunicados con varios meses de antelación -no era cuestión de que la gente fuera para que no le dieran un premio, digo yo- y los periódicos guardarían el secreto hasta la fecha indicada. Esta complicidad con los medios continuaría en mayor o menor medida hasta 1940, cuando Los Angeles Times se fue de la lengua antes de tiempo y provocó que empezara la era del secretismo.
Sí, las primeras películas premiadas en los Oscars ya han entrado en el dominio público y Wings, la primera mejor película, no es una excepción.
Aquellos primeros premios fueron un rotundo éxito y Mayer y los demás magnates cinematográficos no podían estar más satisfechos porque veían como conseguían su objetivo; mientras sus trabajadores estuvieran compitiendo por los dichosos premios -y lo harían, porque esa era su naturaleza- no se unirían entre ellos para formar un sindicato y no les darían ningún problema. La Academia ya era aceptada como organo de arbitraje entre productores y actores -los más discolos- u otro personal, guionistas incluídos -que solían ser muy rojillos ellos-. Poco se imaginaban que su plan perfecto y sin fisuras iba a desmoronarse en muy pocos meses, cuando el 24 de octubre de 1929 la bolsa se fue al garete y el dinero empezó a faltar -y a preocupar- a todo el mundo. Fortunas enteras se desvanecieron de la noche a la mañana y los trabajadores del cine empezaron a dejar de pensar en tonterías y a demandar garantías, con lo que para 1933 los actores y los malditos guionistas ya se habían sindicado, mientras que tres años después los directores harían lo propio.
Los Oscar seguirían celebrándose, por supuesto. Y por allí asomaría gente con planes de pensiones, gente que cobra cada vez que se explotan sus películas, gente que de otra forma no habría visto un céntimo pero que habría tenido un Oscar. Que son gente del cine, que son muy ricos, no les hacía falta más dinero, habría sido mejor que se lo hubieran dado todo a los dueños de los grandes estudios, que al final eran ellos los que creaban industria, ¿no? Sobre todo cuando años más tarde los estudios pasaron a ser propiedad de fondos de inversión, de juntas de accionistas sin rostro que no tenían ni la más mínima idea del negocio del cine y se liaron a repetir mil veces las mismas ideas y a darle un Oscar a películas como Shakespeare in Love o El Discurso del Rey. El sistema de premios americano ha sido imitado en todo el mundo, y hasta en España se inventaron allá en los 80 los Premios Goya, esos que los puede ganar cualquiera y morirse de hambre al año siguiente porque no consigue trabajo. Pero es que claro, en España los productores sí que se salieron con la suya y los sindicatos cinematográficos son, paradójicamente, mucho menos poderosos que en EEUU…