¿Quiénes son los enemigos de la broma? ¿Quién detesta la risa, la alegría, el jolgorio? ¿Por qué todas las historias tienen que ser dolor o sufrimiento, o si no no son consideradas serias, no son «arte»? Es algo triste que, más que el fantástico, la comedia ha sido uno de los géneros más desprestigiados de todos. Ya en el teatro griego se consideraba algo menor, una tontería incomparable con las grandes tragedias, que eran poco menos que el pináculo de la cultura de la Hélade. Y hoy en día sabemos que su rigidísima y trasnochada concepción de los géneros era errónea, y que por algo la primera novela moderna era una comedia que, para colmo, estaba escrita en castellano. Algo hubo ahí, entre Alonso Quijano y el Lazarillo de Tormes, que lo revolucionó todo por completo.
Porque la tragedia griega es demoledora, te vapulea constantemente hasta el final, mientras que dos mil años después Cervantes crea una obra agridulce, tragicómica. Como la Celestina -por algo se llamaba Tragicomedia de Calisto y Melibea- unos años antes, el contraste entre la tragedia y la comedia era lo que hacía que funcionara la mezcla, la gran revolución, la idea de que la combinación de momentos de tensión y distensión hacían fluir al relato de una forma más natural, permitiendo que evolucionara de forma orgánica y haciendo crecer el drama sin cansar al lector, sin saturarlo con tanto sufrimiento. Y es que te podías reir con todos los palos que recibiera el protagonista, pero a la vez te dabas cuenta de que su situación era un drama, que la tragedia era inminente sin tirar el libro por la ventana. Pero, como pasa siempre con esto de las tendencias, tan pronto se pone de moda el pantalón de campana como el de pitillo, porque eso es lo que tienen los movimientos pendulares… Y si ya en el XVII empezamos a ver una tendencia en dirección contraria, en el XVIII con la Ilustración las cosas se vuelven mortalmente serias.
El neoclásico era la época del «edutainment», en la cual absolutamente cualquier obra cultural debía de tener un objetivo pedagógico que ríete tú de los tontos que se quejan de la inclusividad forzada y esas tonterías, aquí todo te tenía que enseñar algo; la pintura, cuando no representaba una escena clave de la historia que era un modelo de virtud absoluto, representaban escenas mitológicas que servían de metáfora sobre valores que querían implantar en la sociedad. Era como si los gongorinos hubieran ganado a los quevedescos por goleada, pero el movimiento pendular en aquel momento nos traicionó por completo y se fue en una dirección que poco tenía que ver con la alegría y la broma, porque hartos de ser racionales y lógicos, de aspirar a ser mejores, el romanticismo fue un movimiento que, si bien no estaba carente de virtudes, era tremendamente pasional y muy adicto a la tragedia, al drama exento de comedia. Y así acabamos con un siglo XIX a caballo entre el romanticismo y el realismo, entre los que hablaban de glorias pasadas inexistentes y los que se centraban en la ruina del mundo en el que vivían. Y no, no había mucho espacio para el cachondeo.
La había, sí, en las historias de aventuras. En la literatura popular, en los géneros menores. Por supuesto que en los teatros se representaban comedias, pero eran algo menor, algo de cabareteros. Las grandes óperas son las de las tragedias, y cuando con el arranque del siglo XX el cine le come la tostada a los teatros y el vodevil -que eran espectáculos musicales con pequeñas piezas de comedia en los que se iniciaron algunos genios como los Hermanos Marx- no es una sorpresa que las películas más exitosas sean las que asombran al espectador -el fantástico de Georges Méliès, que por algo era un ilusionista veterano- o que, directamente lo hacen reir. Y por supuesto que la tragedia histórica y los dramas románticos se llevan muchísimos focos con sus galanes y mujeres de bellezas imposibles, pero entre los cuatro fundadores de la United Artists, entre Mary Pickford, Douglas Fairbanks y DW Griffith, estaba el bigote de Charles Chaplin, el actor mejor pagado de la época y con todo el derecho del mundo. Hubo otras estrellas de la comedia antes de Chaplin, por supuesto, pero ninguna de su proyección y poder internacional; Charlot era famoso en absolutamente todas partes, uno de los primeros iconos del cine -si no el primero- y Chaplin aun así era un artista reconocido en todas partes, era tomado en serio.
Y aun así pues oye, que la comedia era un género menor. Cuando Chaplin estrenó en 1940 El Gran Dictador, otra de esas películas llamadas a ser uno de los totems culturales de su época y de las pocas que plantó cara a Hitler en una época de neutralidad en EEUU, no se llevó un solo Oscar, pero lo que es ni uno. Es cierto que los rivales eran durillos, porque el premio a mejor película se lo llevó Rebecca y el de mejor actor James Stewart en Una Historia de Filadelfia, por no hablar de que el de mejor director se lo llevó el mismísimo John Ford adaptando a Steinbeck en una de sus mejores películas, Las Uvas de la Ira, pero El Gran Dictador acabó siendo otra de tantas comedias clave de la historia que no fue realmente validada por la crítica hasta muchos años más tarde. Esto de hacer reír nunca es algo tan prestigioso como el drama, y por eso cuando un actor de comedia busca los premios se pone a hacer dramones, porque quieras que no medio trabajo lo tiene ya hecho porque nadie se espera que ese tipo tan divertido se ponga a llorar y le pasen cosas terribles. Así de básicos somos, pero a pesar de todo esto algo se fue aprendiendo.
¡Todo el rato contando chistes y la gente solo se acuerda del dramón del discurso!
Porque tampoco nos engañemos, las grandes aventuras de la época ya mezclaban la comedia y el drama. Los westerns, la gran épica americana, tenían secundarios cómicos y John Wayne daba mamporros la mar de cómicos al borracho de turno, aunque no muchos fueran conscientes de que igual estaba feo eso de burlarse de un enfermo de adicción. Actores como James Stewart o Cary Grant combinaban papeles de héroe o galán con comedias gestuales por las que no esperaban ganar ningún gran premio de la crítica, pero que aun así las hacían porque eran del gusto del público y lo que vertebraba su carrera. Y que narices, hacerlas probablemente era la mar de divertido. Lo que es más, cuando llega la primera película de acción moderna con Con la Muerte en los Talones (Noth by Northwest, 1959) la crítica califica la película de Alfred Hitchcock como una autoparodia, como una comedia. Y es cierto que el juego de equívocos del personaje de Cary Grant busca el cachondeo, pero a la vez la película está repleta de escenas de acción y hasta de drama, porque no deja de ser la historia de un hombre envuelto en un follón tremendo de espionaje sin tener el nada que ver con ello. Por supuesto, la película no tuvo un solo Oscar, ¿cómo iba a tenerlo?
Y eso que el trailer no vende una comedia, ojo.
No os descubro nada cuando os digo que la película es una de las mejores -si no la mejor- de Hitchcock, al público le encantó y marcó un antes y un después en la historia del cine definiendo la década de los 60 con películas que tomaban inspiración de ella como todo el James Bond de Sean Connery -por supuesto, el primer candidato para Bond era Cary Grant- en una genealogía cinematográfica que se extiende hasta los 70 con las Star Wars de George Lucas y los 80 hasta Indiana Jones o Jungla de Cristal. Nadie habría considerado estas películas como comedias o «parodias», porque para entonces ya se había establecido el género de «acción». El género de acción es un cajón desastre, una creación de la era de los videoclubs en el que cabían muchas cosas, pero para entonces la frontera entre géneros ya se había diluido cosa mala y la rigidez de los críticos y dramaturgos de la Antigua Grecia ya era considerada algo digno de un demente, con lo que el invento este del «cine de acción» sirvió su propósito estupendamente porque, en resumidas cuentas, el cine de acción es uno en el que hay violencia y algunos chistes y romance de vez en cuando. Y cuidado, porque estos dos últimos son opcionales.
Pero bueno, de las contradicciones del cine de acción ya hablaremos mañana.