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La Venganza de Gunthër Panoñez (V)

Llegué apresuradamente a mi hogar mientras Hilario Abañón aparcaba el coche, y lo que me encontré me hundió en la más profunda preocupación: el dionisiaco cuerpo de Mungeke M’Trmba, mi asistenta kĩkũyũ, estaba tirado sobre la alfombra. Un pestazo a amoniaco y demás productos de limpieza inundaba la estancia, y había vidrios rotos esparcidos por toda la estancia:
«Padre, los hombres rata soltaron a los bichos botella -dijo mi hijo, tras de mí- Golpearon a Mungeke, no pude hacer nada.»
«Tranquilo hijo, ella está viva.»
«Esa es una estupenda noticia» -los pasos apresurados de Hilario lo interrumpieron, provocando la huida apresurada de mi tímido hijo.
«Que desastre, ¿pero cómo tenías demonios rompeplanares encerrados en este cuchitril? -el médium, que sangraba del labio, parecía escandalizado como si la situación fuera exclusivamente culpa mía- ¡Conozco montones de sitios mejores que este, monasterios, lamaserías, el Vaticano, el Archivo de la Legión Comunista si hace falta!»
«Nunca acabé de tener el tiempo suficiente para cambiarlos de sitio, y no me fiaba de ponerlos en manos de cualquier desconocido -dije, mientras trataba de reanimar a Mungeke- Ayúdeme a llevarla al dormitorio.»
«Kinderjarenagüer, no es momento para dejarse llevar por la polla.»
«No es momento para bromas.»
«Nunca has sabido disimular tu libido, sé de sobra lo que se te está pasando por la cabeza. Y hay mejores formas y más rápidas de reanimarla.»
«¡Escúcheme! -encaré a mi impertinente amigo- ¡Si usted puede reanimarla ya mismo, hágalo! ¡Pero no se quede ahí parado!»
Hilario soltó una risita y se agachó sobre ella, aplicándole un botecito vacío en la nariz, que tan efectivo debía ser que consiguió una reacción inmediata de Mungeke, que le arreó un puñetazo en toda la cara:
«¡Tiene carácter!»
«¿Cómo no voy a tener carácter, si ese bote me estaba sorbiendo el alma?»
«¡Y no hay mejor forma de poner en guardia a un ser vivo!» -rió Abañón.
«Disculpe a Hilario amiga mía, en ocasiones sus métodos son cuestionables, pero sus intenciones son buenas.»
«No se yo si eran tan buenas -la mujer se incorporó por si misma- Sepa que pienso cobrarle un plus de peligrosidad.»
«Se lo pagaré, sin duda alguna. Tengo entendido que le golpearon unos hombres rata.»
«No eran hombres rata, eran muertos animados por ratas -la kĩkũyũ montó en cólera- ¡Pero se lo tengo dicho, señor Kindergranden! ¡No se puede andar con el yuyu ese, y usted erre que erre! ¡Y claro, luego pasa esto!»
«Vale Kunflangeniden, ¿qué hacemos ahora? La procesión de ratas sigue directa a la abadía de Klosterneuburgo dispuesta a dejar entrar al como se llame ese.»
«Baljabazhabullarom, El Que Grita Demasiado Y Tiene Muchos Tentáculos -me rasqué la barba, nervioso- Algo habrá que podamos hacer.»
«Combatir el yuyu con yuyu.»
«¿Cómo?»
«Mi pueblo combatió durante años a las tribus del oeste, que venían desde El Otro Mar a dominarnos con los Hombres Desanimados.»
«¿Y cómo lo hacían?»
«Con la bendición de Ngai, el creador de todo lo que hay y no hay. ¿Cómo creen que hacemos fuertes nuestras cosechas, y los Kĩkũyũ y Masai perduran? Con la bendición, vaya que sí.»
«Vaya tontería -Abañón se guardó el bote dentro de su gabardina y se limpio la sangre del labio con la manga- creo que estamos perdiendo el tiempo, ¿alguna sugerencia más?»
«¡No es ninguna tontería, verán! -la kĩkũyũ sacó uno de sus numerosos colgantes, que parecía portar un pequeño bote de semillas y tiro una semilla al suelo- Ahora, échenle agua.»
Abañón escupió sobre la semilla que, al entrar en contacto con la saliva, comenzó a temblar y a crecer vertiginosamente, tornándose de inmediato en un arbusto de más de dos metros, repleto de vainas con semillas anaranjadas:
«Recojan las semillas. Cada una de estas semillas pueden crear un árbol como este, o con más agua todavía pueden transformarse en los protectores de los niños de la tierra.»
«Madre mía, ¿de verdad cree que una planta…?»
«En mi trabajo el escepticismo a lo único que me ha llevado es a volverme loco, así que mejor vamos a crear más semillas -planté otro arbusto y escupí- ¿O es que tiene una mejor idea?»

Mientras viajábamos hacia la abadía de Klosterneuburgo cargados con siete sacos de diez kilogramos de semillas y a toda la velocidad que permitía la temeraria conducción de Hilario Abañón, puse en alerta al inspector Klöse por vía telefónica:
«Ahora mismo todavía están por el Wertheimsteinpark, ¿está seguro que su destino es la abadía?»
«A un noventa por ciento, inspector. Necesitamos todos los hombres que nos pueda enviar para fortificar el perímetro de la abadía y obligarlos a cruzar a través del camping cercano, aunque sea creando una barrera de fuego.»
«¿Una barrera de fuego? ¿Está seguro que eso los contendrá? Tendremos que llamar a los bomberos.»
«Cierto, también necesitamos la colaboración del cuerpo de bomberos. Y a ser posible, algún tractor o vehículo que agilice el proceso de cultivo masivo.»
«Santo dios, ¿seguro que sabe lo que está haciendo?»
«No puedo ofrecerle más alternativas.»
«El alcalde me ha comunicado que el ejército se plantea bombardearlos con algún raticida si realmente salen de la ciudad. Eso podría solucionar el problema.»
«No, sólo lo agravaría. Ya no son ratas normales. Lo que hay que hacer es mantenerlas pegadas al Danubio hasta llegar al camping usando algún tipo de pared de fuego, para entonces ya nos habrá dado tiempo para desplegar totalmente nuestras defensas.»
«¿En qué consisten exactamente esas defensas, Kianarpichen? ¿En geranios?»
«En plantas.»
«¿Plantas?¿Habla en serio? -el policía no daba crédito a lo que estaba oyendo- ¿Realmente quiere parar una invasión de ratas y zombis con plantas?»
«Lamento comunicarle que me he quedado sin alternativas.»
«¿Pero es que ha perdido el juicio? ¡No tiene ningún sentido!»
«¿Tiene sentido que un ejército de ratas ponga en jaque a la nación entera? ¿Tiene sentido que envíe más hombres para combatirlas y que acaben convertidos en más zombis?»
«¡Está bien! ¡Más vale que todo esto funcione, porque me juego el puesto!»
«Usted encárguese sobre todo de que mantengan las ratas pegadas al río. Nosotros nos encargaremos del resto para cuando lleguen a Klosterneuburgo.»
Colgué el teléfono, y noté la mirada orgullosa de Mungeke:
«¿Pero tú estas tonto? ¿Cómo has podido pedirles que incendien toda la orilla del Danubio? ¡Lo mismo nos bombardean encima a nosotros mismos!»
«No ví ninguna alternativa.»
«¡Pues haberme preguntado! -la keniata abrió la ventanilla y empezó a soltar semillas a lo largo de todo el arcén de la carretera- Según pasen los camiones de bomberos, que vayan regando toda la carretera, las ratas evitarán toda una avenida de plantas carnívoras.»
«Joder, menudo remedio -gruñó Abañón- Ahora van a cambiar el nombre de la carretera de Heiligenstädter a Avenida de las Plantas Carnívoras.»
«Mejor eso que Avenida del Gilipollas que Quemó Todo.»

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