Aquella noche estaba bebiendo una tila con el objetivo de poder conciliar el sueño, evadiendo todos los fantasmas de investigaciones pasadas, cuando me sobresaltó el timbre del portal. No sin bastante esfuerzo conseguí levantarme de mi butacón de roble del siglo XIX, herencia de mi abuelo, y acudí a las insistentes llamadas del interfono. Al coger el auricular, una voz me conminó a abrir la puerta:
«Ábrame Gerhalt, por dios bendito»
Lo reconocí inmediatamente como Olaf Gustarddufsson, un mequetrefe de la Universidad que no pocas veces se había burlado de mis investigaciones, asi que me resistí a abrir mi puerta a tamaño papanatas:
«Lo siento, Gustarddufsson, pero es un poco tarde y ya me había retirado a descansar -mentí- ¿No podríamos tocar el asunto que desea tratar mañana en la facultad?»
«Mañana podría estar muerto, ¡maldita sea! ¡Ábrame!»
Mi fuero interno deseaba resistirse a acatar una orden proferida con tanta insolencia, pero algo en mí me obligó a abrir la puerta. Mientras aguardaba a mi molesto invitado, Gerhalt preguntó quien venía:
«Nadie, hijo mio. Será mejor que te retires, tendremos visita pronto.» El muchacho me miró con sus ojos tristes y pareció amagar una protesta, pero prefirió retirarse con un frío suspiro. En aquel momento, mientras oía las apresuradas pisadas de mi visitante, me pregunté si no sería mejor mandar a paseo al infeliz de Gustarddufsson y tratar de pasar un rato con mi vástago, que al fin y al cabo tenía una edad en la que debe de recibir mucho cariño paterno para reforzar su caracter y su sexualidad.
«¡Ábrame, maldita sea!»
«Por amor de dios, ¿pero que le ocurre?» -la gorda papada de Gustarddufsson irrumpió en mi casa, como una enorme masa rojiza y bamboleante que apestó el recibidor de un hedor nauseabundo:
«¡Ay Gerhalt, ay amigo mío! -el muy canalla jamás se había referido a mí en terminos tan familiares, si no más bien despectivos, y ahora era «su amigo»- No sabe lo que me ha ocurrido, ¡es horrible! ¡Horrible!
«Cálmese, y sientase un momento -hice ademán de ofrecerle una silla de jardín plegable que tengo en el salón, pero al percatarme de su inmenso trasero y de la densidad molecular asociada decidí, con hondo pesar, ofrecerle mi butacón- ¿Qué es eso que es tan horrible?»
«Sí, sí, mejor me calmo un momento -resopló otra vez, alargando su manaza sobre mi tisana y engulléndola sin pedir permiso alguno – Verá amigo Gerhalt, mi muy querido Gerhalt, es la venganza de Panoñez, ¡se lo digo yo!»
«¿Panoñez? ¿Pero cómo es posible?»
«Sí, lo sé, yo también pensé lo mismo, lleva muerto más de 20 años, es imposible que tenga mano en los sucesos actuales. ¡Pero le he visto con mis propios ojos, ojos que me arrancaría con tal de olvidar lo que hoy han visto!»
«Cielo santo, así que por eso acude a mi puerta… -me avergüenza admitir que sentía cierto placer perverso al ver la sudorosa papada de Olaf temblando de desesperación, tan lejana como era esta expresión del exhasperante rictus altanero que solía utilizar habitualmente para recalcar la superioridad empírica de la que gozaban sus tratados sobre el caracol de tierra ibérico en los fiordos de Noruega, a diferencia de mis tratados ectoplosfurgiológicos, que debido a la naturaleza volátil del tema en cuestión, solían carecer de detalles insignificantes como la simple evidencia tangible y/o cuantificable:
“No crea que no me doy cuenta de que esta pensando, Gerhalt –el obeso doctor empezó a recuperar la compostura según se fue relajando, recuperando parte de su engreimiento habitual- Y sí, estoy tan desesperado como para recurrir a usted, pese a que todo mi ser científico rechaza sus absurdas teorías.”
“No estoy aquí para juzgarle, mi estimado colega. Al fín y al cabo, le he abierto las puertas de mi hogar a estas horas intempestivas, así que claro está que tengo el deseo de ayudarle, y no de cebarme en su desgracia”
“Y yo se lo agradezco –la papada había dejado de temblar, empalideciendo suavemente hacia un rosa claro- Verá, normalmente acudiría a la policía, pero estoy convencido de que me tomarían por loco.”
“Ah, supongo que ésa es mi área de investigación –saqué mi pipa y empecé a depositar en ella varias hojas de menta- dígame, ¿acaso ha visto el espectro de Panoñez?”
“Peor, ¡mucho peor! Creame si le digo que si hubiera visto un simple espectro habría podido creer en un simple truco de humo y espejos –dijo, mientras se secaba la papada con un pañuelo de papel que se desintegraba poco a poco con el uso- Pero lo que he visto no ha sido un simple espectro, ¡ha sido el mismo cadáver revivido de Gunthër Panoñez!”
“Santo dios, ¿por eso exhuda ese hedor?”
“Probablemente –su mirada delataba un deje de culpabilidad por una falta de higiene personal, tanto por la ausencia de desodorante como por la halitosis crónica- pero que note el olor del muerto no hace más que corroborar que lo que he visto hoy era cierto, ¡el mismo doctor Panoñez puso sus putrefactas manos sobre mí! –la papada volvió a temblar, y los pedazos de papel que la cubrían se humedecieron de nuevo por el sudor- ¡Las cuencas vacias de sus ojos me miraron, Kienflungenjilden! ¡Aún nos guarda rencor por el recorte en prevención de riesgos laborales!”
“Vaya, vaya –continué machacando las hojas de menta de mi pipa, pensativo- Así que usted cree que la muerte de Panoñez si fue al fín y al cabo una negligencia por su parte.”
“Yo no diría eso –negó el obeso, las manos tensas y blancas sobre los brazos de mi butacón preferido- Pero sí, probablemente el muerto sea de esa opinión y desee exigir algún tipo de satisfacción por ello.”
“Y digo yo, ¿por qué ahora, y no hace 20 años, cuando se dio el suceso?”
“Quién sabe, ¿no es usted acaso el experto en lo oculto?”
“Ay Gustarddufsson, que poco sabe de mi área de conocimiento –encendí mi pipa, y un agradable olor a menta llenó la habitación, tapando el hedor insufrible- Soy experto en aquello que el ser humano es incapaz de conocer. Soy investigador de lo oculto, y lo Oculto en muchas ocasiones es mayor peligro de lo que uno pueda creer. No espero que me siga –la expresión estúpida de mi interlocutor certificaba mi presunción- pero dígame, ¿qué y cómo ocurrió ese suceso exactamente?”
“Sí, sí –se secó las manos en su camisa, pues sus rebosantes carnes limitaban el acceso de las mismas a los pantalones- Yo estaba presentando en la facultad mi ponencia sobre el escarabajo del Nilo y su capacidad de supervivencia en Marte, que como usted sabrá es todo un éxito y es la estrella de la conferencia de Munich, cuando de repente y ante todo el decanato, las luces empezaron a oscilar en su intensidad y empezamos a oir un espantoso crujido.”
“¿Un crujido, dice usted? ¿Qué tipo de crujido?”
“Pues… Crujido de madera, ¿qué clase de crujido va a ser?”
“Hay muchos tipos de crujido, sobre todo en el mundo de lo ectoplosfúrgico. Por ejemplo, y sin salirnos de lo empírico, tenemos el crujido de madera, el crujido de telas, el crujido de dientes más conocido como el rechinar, o también tendríamos el de…”
“No, no, no, ¡de madera! ¡La madera más horrible que se pueda uno imaginar!”
“Santo cielo, las vigas de la facultad de ciencias terrestres crujen, ¡vaya sorpresa en una universidad de 700 años!”
“¡No se burle de mí! ¡Era un crujido horrible, lo más horrible que haya oido jamás!”
“No, no, discúlpeme. Mi sarcasmo está de sobra, no pretendía hacer burla alguna. Simplemente la falta de sueño me vuelve un poco huraño.”
“Descuide, tendrá más oportunidades para emplearlo –el gordo se revolvió como pudo en el asiento, pero habiendo hecho ventosa como había hecho en el mismo con su rebosante trasero, no consiguió removerse mucho- ¿Tiene algo de comer? Tengo hambre.”
“Oh, por supuesto, iré a por algo –la obesidad mórbida suele estar provocada por la ansiedad, al fin y al cabo- Pero le advierto de que mi dieta suele contener muchos ingredientes exóticos”
“No hay problema, valdrá lo que sea”
Mientras caminaba por el pasillo, me pregunté cómo le sentaría la empanada de intestinos de hiena, una delicatessen del Serengueti, pero no apta para paladares vulgares. Según revolvía los cacharros buscando el más apto para tirar a la basura según fuera usado, una escalofriante idea cruzó mi mente; ¿y si el maldito Gustarddufsson, presa del pánico, me solicitaba asilo en mi propia casa? ¿Tendrían las leyes de la hospitalidad la crueldad de obligarme a soportar tamaña cruz? Me encontraba yo en semejantes cavilaciones, cuando los gritos de mi invitado me devolvieron al presente:
“¡Aaah! ¡No! ¡Aléjate de mí! ¡Nooooooooooo!”
“Maldita sea –pensé, mientras corría por el pasillo- ¿Cómo se atreve un fantasma vengativo a romper el sello de Bul’Gazhar que protege esta casa?”
Cuando llegué al salón, la escena era realmente grotesca, pero poco fuera de lo común. El doctor babeaba con la mirada perdida hacia el techo, y tenía la corbata aflojada, con marcas de sus propios dedos, como si hubiera estado intentando quitársela con una sola mano:
“Creo que es un infarto –dijo mi hijo, que estaba en la sala- Deberías hacerle el boca a boca.”
“Hmpf –gruñí- Creo que puedo evitarme semejante trauma. Trae la aspiradora.”
“Padre, no creo que…”
“Hijo, hazme caso. Tenemos un hombre al que salvar –saqué apresuradamente un cable pelado de un cajón e improvisé un desfibrilador- Creo que con esto podré salvarle la vida”
“Aquí tienes, padre.”
“Saca la bolsa e invierte el flujo del aire de la aspiradora. Y si ves el espíritu del doctor salir del cuerpo, procura no hablar con el, no me gusta que hables con desconocidos.”
“Así lo haré –el muchacho se apartó con expresión disciplinada- Cuando quieras.”
Tras ponerme unos guantes de goma y conectar los cables a la corriente, procedí a revivir al doctor, cuyas carnes se bambolearon violentamente y por poco me tocaron, haciéndome pensar que probablemente, dada la envergadura del paciente, tal vez habría sido mejor llevar un traje entero de goma, y no sólo unos guantes:
“¡Insufla! –ordené a mi hijo- Nada, no reacciona. Voy otra vez.”
Así una, dos, tres veces. Hasta que al final, ahogado por el esfuerzo y el hedor de la carne quemada, tuve que desistir.
“Lo lamento, padre.”
“Más lo lamento yo, los forenses tendrán que traer una grúa para sacarlo del apartamento.”