Merluzo, burricalvo, cernícalo, batracio, giliflauta, acémila, beodo, cabestro, percebe. Algunos de estos insultos los sigo utilizando hoy en día, y siendo crío los aprendí de los tebeos de Ibañez en el Botones Sacarino, Rompetechos, 13 Rue del Percebe, Chicha, Tato y Clodoveo y, por supuesto, de Mortadelo y Filemón. Si fuera más listo, más inteligente, si pudiera controlar mis sentimientos más de lo que puedo, escribiría algo más racional y sesudo, identificaría realmente qué es lo que hizo grande a un Ibañez que a ratos fue, prácticamente, la única industria del cómic en España. El único que publicaba tebeos porque ganaban dinero, que no eran una apuesta loca a ratos más dictada por amor al arte que por una cuestión pecuniaria. Es una exageración claro, pero la figura de Ibáñez es una tan grande que casi nos da la sensación de que con él no solo se han ido Mortadelo y Filemón, si no todo el tebeo.
Que nos queda Jan -y por muchos años- y multitud de ayudantes de Ibáñez «sin nombre» que podrían hacer más Mortadelos, además de otros creadores como los Fresnos que, aunque ya no se dediquen a esto de los tebeos, en su día demostraron que el tebeo podía haber dado muchísima más guerra si no fuera por los merluzos que llevaban Bruguera. Pulgarcito y todas aquellas revistas eran hijas de una época sin apenas televisión ni videojuegos, sin internet ni teléfonos móviles, de tebeos que conectaron perfectamente con el público del momento de una forma que nunca conectaron generaciones posteriores. Son tebeos perfectamente disfrutables hoy en día, pero que ya en el momento de su publicación se nos antojaban realizados en un universo paralelo, con anacronismos por todos lados. Mortadelo se quedó anclado en los años 60 y 70, en el motocarro de Plácido, con los gendarmes de blanco y gorro absurdo, en el que se iban sucediendo mundiales y olimpiadas sin que el mundo cambiara, ¿qué sentido tenía el zapatófono en la era de los teléfonos móviles?
Y así tenemos a Mortadelo montado en una Vespa en una época en la que ya no se las veía por la calle, pero a nosotros nos daba absolutamente igual, aquellos gatos atropellados y calvos espachurrados eran divertidos, aquella violencia extremadamente caricaturizada no era criticada por los medios de comunicación ni por nuestros padres, porque muchos de ellos ya habían leído esos mismos tebeos cuando tenían nuestra edad. Y mientras Spiderman o Batman no eran algo comprendido por nuestros padres, Mortadelo si lo era, para ellos era algo que mantenía a sus hijos «a salvo», y por eso para muchos nuestro primer tebeo era uno de Ibáñez. Cuando Bruguera se derrumbó y muchos de sus autores se refugiaron en Grijalbo a la espera de que les devolvieran a sus personajes, Ibáñez dió el do de pecho en la revista Guai! con Chicha, Tato y Clodoveo, De Profesión sin Empleo, un intento claro de poner al día su universo viñetístico. El gag habitual de aquella serie ya no era el de Mortadelo escaqueándose de trabajar con algún disfraz cuando Filemón llegaba con una misión del Super, no, aquí todo empezaba con tres muertos de hambre intentando conseguir trabajo de lo que fuera y aceptando lo que fuera. En un momento en el que en España hablar de las cifras del paro ya no era un tabú -porque antes de aquello el paro no existía, nonono- Chicha, Tato y Clodoveo fueron un tebeo a reivindicar, porque llegaron hasta el extremo de trabajar para un tal «Noé Poqueyo Lodiga», un chiflado que estaba seguro de que iba a llegar un segundo diluvio y que les hacía juntar una pareja de cada animal para meterlos en su arca.
Decía Ibáñez que podía describir su vida en una frase, «Francisco Ibáñez fue un gilipollas que trabajó, comió, trabajó, durmió, trabajó, pensó, trabajó, trabajó y trabajó», y no dudo que siguió trabajando en mayor o menor medida hasta el final. Su muerte, sin el reconocimiento que se le demandó durante años -¿para qué sirve el puto Princesa de Asturias si no?- es otra demostración práctica de lo poco que valoramos lo que tenemos y cómo somos tan idiotas de pensar que lo vamos a tener para siempre. Ibáñez no era un ser humano perfecto, pero solo el hecho de que nos hubiera dado estos tebeos que habían inspirado generaciones enteras ya debería haber valido de sobra. Ibáñez es una figura literaria del siglo XX que no ha sido reconocida en los libros de literatura, un titán al que se le critica por su mayor logro, que era el de mantener la industria del tebeo viva. Ahora, con Ibañez fuera y con Jan -muy merecidamente- jubilado de Superlópez, me pregunto si Penguin House moverá un dedo y dejará de reeditar las reediciones de RBA y empezará a trabajar en las reediciones que el material de Bruguera se merece. Porque ésto ya no es una cuestión de si venderá o no, es una cuestión de justicia y responsabilidad. Mortadelo y el resto de la obra de Ibáñez es patrimonio de la humanidad y no se merece pudrirse en una esquina perdida del fondo editorial de Penguin; si tiene que subvencionarse una edición solo para bibliotecas que se haga, pero ésto no puede seguir así de ninguna forma.
Poco más que deciros. Me habría gustado recrearme en celebrar los tebeos de Ibáñez, en los buenos recuerdos, pero el fantasma de tanta injusticia me reconcome demasiado. Ya habrá tiempo de hablar de esos tebeos, de lo que hacia grande a aquel calvo -a su pesar- maravilloso y hasta de cuanto le plagió a Franquin. Ibáñez se pasó décadas haciendo algo imposible, haciendo magia, y ya solo por eso se merece nuestro respeto, cariño y admiración. Descansa en paz, maestro.