Icono del sitio BRAINSTOMPING

Los puentes de Moscú: Cicatrices

Hay un País Vasco francés y un País Vasco español, pero eso no se lo digas a un abertzale porque… Bueno, por manías suyas. Porque claro, si uno pertenece a Francia y el otro a España, ¿por qué no lo vas a decir en vez de usar una palabra en euskera tan rara como Iparralde o Hegoalde? Si hablas con ellos te dirán que no se consideran pertenecientes ni a Francia ni a España, y que sienten que esa frontera impuesta desde hace ya 500 años es como el Muro de Berlín, una monstruosidad que ni siquiera se ha arreglado del todo con el espacio Schengen y la libre circulación entre ambos países. Iparralde y Hegoalde son criaturas distintas pero a la vez un solo ser, como la trinidad pero con menos mística, una de esas cicatrices que pica y hasta duele dependiendo de la presión atmosférica; estos días duele menos y no sale en las noticias porque no hay nadie pegando tiros por ella, pero la huella de la herida y de los muertos sigue ahí. Y de esto habla Los Puentes de Moscú, de cicatrices.

Zapico, Madina y Muguruza paseando por Irun.

Alfonso Zapico no es ajeno a usar el cómic como documental como ya demostró sobradamente en su trilogía de la Balada del Norte, pero en Los Puentes de Moscú se va a otro registro más cercano a la entrevista, porque al final todo el tebeo gira en torno a una conversación entre Eduardo Madina, Fermin Muguruza y el propio Zapico, durante la que se repasan las cicatrices que han dejado lo que durante años en España se llamó «el conflicto vasco», como dando a entender que era algo localizado y que no tenía nada que ver con el resto de la península. Aun así y como bien avisa Zapico desde las primeras páginas, no estamos hablando de un tebeo sobra la Guerra Civil, el Franquismo, ETA o el GAL, porque al final todo eso no ha sido más que el marco de la vida tanto de Edu como de Fermin, el mundo en el que les ha tocado vivir desde perspectivas diferentes y en el que aun ambos han podido darse la mano, hablar, entenderse.

Muchos vivían en uno de los dos mundos y totalmente ajenos al otro, pero al final la realidad siempre se imponía.

Zapico relata en paralelo la vida de ambos durante los últimos cuarenta años, el uno haciendo carrera política y el otro mezclando activismo con la música, con los gritos y la violencia de fondo de gente que no tenía ganas de hablar, que prefería soluciones rápidas y violentas. Leyendo este tebeo no dejo de pensar en el doloroso paralelismo que se establece entre este conflicto y el que muestra Zapico en La Balada del Norte, en esa especie de veneno autodestructivo que parece implantado entre nosotros de no querer oir a los demás y enrocarnos, incapaces de ver otra solución que destruir al que se nos oponga. Del problema vasco, el problema catalán, el problema asturiano… Situaciones que se enquistan porque en determinados momentos tocaba hablar y se prefirió ignorarlas, mirar hacia otro lado, y cuando los demás «se vuelven locos» ellos son los malos porque nosotros siempre somos los buenos; exactamente lo mismo que cuando los trabajadores se manifestaban en los años 30 y se prefirió reprimirlos, cuando se dió alas al monstruo que entregaba soluciones rápidas devolviéndolo todo a un estado anterior «ideal» que nunca existió.

Franceses matando argelinos y argelinos matando franceses. Sigh.

Y es en ese momento, en el que intentamos entender, simplificar y buscar la lógica en toda la espiral de represión y violencia, en el que Zapico nos pega un golpe de realidad: la violencia no tiene lógica, porque es completamente irracional y en si misma es el fracaso de la razón. Por eso gente que nunca hizo nada para perder las piernas acaba encontrándose con una bomba, por eso torturadores y asesinos mueren tranquilamente en su cama, porque una vez nos volvemos locos y empezamos a matarnos, todo pierde el sentido. Se cree que todo acabó ya, que es pasado, y aun así hay muchas preguntas sin resolver, muchos puentes que todavía no se han tendido porque se prefiere mirar a otro lado, volver a ignorar la situación. El tebeo acaba con la esperanza de que las nuevas generaciones no tengan casi ni que pensar en el monstruo que hemos dejado atrás, pero a la vez nos levantamos todos los días con una clase política que se niega al diálogo, que ve las concesiones como una debilidad y veneno electoral. Pero oye, no te preocupes, que esto solo es un tebeo.

Estilo «más simple» no quiere decir menos currado, ojo.

Como habéis visto, es muy difícil hablar de un tebeo sobre algo que tenemos todavía tan cerca y no divagar. Zapico usa un estilo más simple de lo habitual y sigue una estructura que a ratos recuerda más a los apuntes que se hacen en un libro de bocetos -gran parte de los dibujos son exactamente eso- de esos que haces a una sola línea y sin usar la goma de borrar, consiguiendo un resultado más directo que hace que te olvides de todo lo que sabías de Muguruza y Madina para verlos a través de los ojos del autor, de su amigo. No hace tanto hablábamos de X-Men como metáfora de un «gazpacho de opresión» y me preguntaba hasta que punto estaba justificado usar un conflicto de ficción para hablar de problemas reales de los que se debería hablar de una forma clara y directa, y después de leer Los Puentes de Moscú me queda claro que la respuesta es la mar de sencilla: es mucho más fácil hablar en metáforas que enfrentarte a una realidad a ratos pavorosa.

Menos acojone, que al final algo hemos mejorado.

En cualquier caso, un tebeo que agradezco mucho haber leído y cuya existencia creo que hace del mundo un lugar mejor, por lo que os recomiendo que le hagáis un huequecito en vuestras vidas.

Salir de la versión móvil